‘Fotografía’ de un agujero negro

Versión disponible en PDF.

Es sabido que para nuestras mentes una imagen vale más que mil palabras. En este caso, se trata de la primera imagen de un agujero negro. Fue difundida el 10 de abril de 2019 por el equipo internacional que opera una red de ocho grandes radiotelescopios terrestres conocida por Event Horizon Telescope (telescopio del horizonte de sucesos). Tal agujero está en el centro de la lejana galaxia Messier 87. Pasado el impacto visual nos preguntamos, entre otras cosas, qué muestra la imagen, cómo se obtuvo y qué aporta a la ciencia.
Para contestar a la primera pregunta debemos tener en cuenta que un agujero negro es una región del espacio-tiempo cuya geometría es tan extrema que ni la luz puede abandonarla. La superficie externa de esta región se denomina el horizonte de eventos o sucesos, lo cual da el nombre a dicha colaboración astronómica internacional.
Ya existían muchos indicios de que había un objeto de ese tipo en el centro de la galaxia nombrada. Uno de esos indicios –quizá el más espectacular– es un inmenso chorro de partículas que sale de la galaxia y que proviene de dicho objeto. También, cerca de este se advierte la presencia de mucho gas caliente. Esos signos llevaron a inferir la masa y el tamaño del agujero negro en cuestión. Se ha estimado que la primera es equivalente a la de unos 7 mil millones de soles, y que el segundo alcanza unas cuatro veces el tamaño de nuestro sistema solar, con unos 40.000 millones de kilómetros de diámetro. Se trata, pues, de un objeto sideral realmente imponente, que escapa a nuestra imaginación.
Ahora bien, si de un agujero negro no puede salir luz, ¿cómo lo vemos? Resulta que hay gas cayendo en él que se calienta mucho y los electrones que lo componen emiten radiación electromagnética, un fenómeno que sí es observable. Es decir, observamos el gas que circunda al agujero negro, pero no vemos a este. En realidad, sin embargo, literalmente ni lo observamos ni lo vemos: lo que detectamos con los radiotelescopios es radiación electromagnética ubicada fuera del espectro visible. En otras palabras, la imagen que vemos es la interpretación visible de algo invisible, en una gama arbitraria de colores elegidos para hacerlos apetecibles a nuestra mente y a nuestros sentidos.
Cada uno de los ocho radiotelescopios que componen la red generó una cantidad enorme de datos (unos 350 terabytes por día), los cuales fueron convertidos en la imagen que se reproduce mediante complejos programas computacionales creados por los miembros de la colaboración.
Por otro lado, la radiación electromagnética emitida en las cercanías del agujero negro resulta altamente distorsionada tanto espacial como temporalmente por la geometría del agujero negro, la cual curva la trayectoria de la radiación y modifica la frecuencia con que esta nos llega. Por esto y por el fenómeno llamado efecto Doppler vemos en la figura un aro de radiación, más intenso en algunos lugares que en otros y con una parte central oscura. En esa parte central no hay órbitas estables que la luz pueda seguir y cualquier rayo que ingrese en ella necesariamente terminará en el agujero negro. Este, a su vez, es un poco más grande que el horizonte de eventos, el cual, pese al nombre de la colaboración, por definición no se puede ver.
Haber obtenido la imagen es toda una proeza tecnológica en la que participaron más de doscientos investigadores: equivaldría a fotografiar desde la Tierra una manzana que estuviese en la Luna. Con el citado diámetro de 40.000 millones de kilómetros, el agujero negro Messier 87 es inmenso, pero su distancia a nosotros es también inmensa, al punto de que la luz tarda unos 50 millones de años en llegarnos desde allí y que, visto desde aquí, dicho diámetro mide unas 40 millonésimas de segundo de arco. Para lograr la imagen los ocho grandes radiotelescopios ubicados en distintos lugares del mundo se operaron de manera sincronizada: podría decirse que formaron un único radiotelescopio del tamaño de la Tierra. Si bien cada uno actuó en forma independiente del resto, mediante relojes atómicos registró el momento de arribo de cada señal con tal exactitud que se pudo luego componerlas todas en una única imagen de increíble precisión como la reproducida aquí, que resultó de las observaciones del 11 de abril de 2017. Costó mucho esfuerzo poner a punto la técnica, incrementado por el hecho de ser una colaboración entre 33 instituciones. Ahora que se ha logrado, esperamos ver otros resultados espectaculares en el futuro cercano.
¿Qué aporta la imagen a la ciencia? Entre los especialistas no causó gran conmoción, pues sabían de la existencia de agujeros negros gracias a muchos estudios anteriores, y porque recientemente se pudo medir la radiación gravitatoria producida por la colisión de dos de ellos (aunque de masas muchísimo menores) y corroborar que su radiación se comporta tal como lo predice la teoría de Einstein. Si su existencia no estaba en discusión, sí lo estaba la suerte corrida por la materia en su entorno. La complejidad de los procesos que acaecen en ese entorno es tal que no se ha logrado construir modelos matemáticos suficientemente confiables. Todavía se desconoce mucho sobre numerosos fenómenos que suceden en escalas temporales y espaciales muy diversas. Es allí donde la imagen ayuda, pues permite establecer cuáles modelos creados con distintas suposiciones se corresponden mejor con lo observado. Entre las cosas que estamos comenzando a entender están la forma como se comporta el gas, cómo influyen los campos magnéticos que crea y, en particular, cómo se forman los chorros de partículas, los cuales utilizan la energía de rotación del agujero negro para alimentarse y brindar uno de los mayores espectáculos cósmicos conocidos.
Este estudio es el primero de una serie que se hará aplicando la nueva tecnología. Ya hay planes concretos para ampliar aún más la definición de las imágenes agregando satélites e incluso una antena en la Luna. Nos esperan décadas muy interesantes.
Oscar Reula
[email protected]


Una cuestión de fama: nuestras bacterias intestinales

Desde que se descubrió su existencia, los microbios –término sinónimo de microorganismos u organismos microscópicos– se han hecho mala fama ya que son responsables de muchas enfermedades humanas. Si encendemos la televisión, es seguro que encontraremos un aviso publicitario de algún producto que promete eliminarlos en el 99% de casi cualquier superficie. Tal mensaje, además de no tener en cuenta su abundancia, genera desinformación y contribuye a consolidar la mala idea que tenemos de los microbios.
Si bien es cierto que existen microorganismos patógenos, dependemos de otros para tener buena salud. Así, en el interior de nuestro intestino habitan millones de microorganismos que nos ayudan a absorber nutrientes, y cuya ausencia nos imposibilitaría hacerlo. En el ámbito científico ese conjunto de microbios se denomina microbiota intestinal.
Adquirimos durante el nacimiento nuestra microbiota inicial, que nos llega sea en el canal de parto por contacto con el flujo vaginal o después por el contacto con la piel materna. Luego esa población inicial se modifica a lo largo de la vida, principalmente por los alimentos, pero también por enfermedades, ingestión de medicamentos, cambios de ubicación geográfica o de estilo de vida, etcétera, al punto de que resulta posible identificar diferencias entre poblaciones de microbios de personas de distintas regiones. Además, se sabe que la microbiota interactúa con el sistema inmunológico, lo que ayuda a distinguir a los microbios perjudiciales y a favorecer la producción de defensas o anticuerpos.
Durante los últimos años, la microbiota ha sido estudiada en muchos laboratorios y se ha llegado a la conclusión de que sus desbalances serían responsables de ciertas enfermedades crónicas, entre ellas algunas de tipo autoinmune, otras neurológicas como la esquizofrenia y el autismo, y también inflamatorias intestinales como la colitis ulcerosa o la enfermedad de Crohn. Conocer la microbiota intestinal normal de una población podría darnos una pista acerca de por qué se adquieren ciertas enfermedades.
En 2016, un grupo de investigación del Instituto de Agrobiotecnología de Rosario (INDEAR) a cargo de Martín P Vázquez reveló que la microbiota intestinal de los argentinos es distinta de la de los norteamericanos. Los primeros presentaron abundancia de ciertas familias bacterianas como Ruminococcaceae, Lachnospiraceae, Rikenellaceae y Prevotellaceae, mientras que en los segundos la familia de Bacteroidaceae fue la más representada.
Recientemente, un grupo de investigación de la Universidad Nacional de Luján dirigido por Alberto Penas-Steinhardt, junto con integrantes de otras instituciones argentinas y francesas, publicó en Frontiers in Microbiology un artículo, citado al final, en el que se describe la microbiota intestinal de habitantes del área metropolitana de Buenos Aires. Ella fue comparada con la de Rosario y con la de varias poblaciones occidentales como Santiago de Chile, Bolonia (Italia) y los Estados Unidos (según el proyecto Microbioma Humano), y también con la de los hadza, una etnia de cazadores-recolectores de Tanzania central.
La población bacteriana más diferenciada resultó la de los hadza, lo cual podría deberse a que sus hábitos alimentarios difieren considerablemente de los de las demás poblaciones mencionadas. El estudio concluyó que la microbiota intestinal de los porteños se parece más a la de los chilenos que a la de sus vecinos rosarinos, una similitud que se debe a que en los habitantes de ambas capitales ocupan un lugar destacado las bacterias del género Akkermansia, así llamado en honor del microbiólogo holandés Antoon Akkermans (1940-2006). Esos microorganismos se consideran indicadores distintivos de un intestino sano.
Hoy investigadores de todo el mundo trabajan para comprender la relación simbiótica entre seres humanos y estos microbios altamente diversos y cambiantes. Ello permitirá no solo saber cuáles especies bacterianas componen la microbiota de distintos grupos sino, también, encontrar terapias nutricionales y farmacológicas personalizadas.

Más información en BELFORTE F et al., 2019, ‘Getting to know the gut microbial diversity of Metropolitan Buenos Aires Inhabitants’, Frontiers in Microbiology, 10, 965. DOI 10.3389/fmicb.2019.00965
Ayelén Rosso
[email protected]


¿Podrían los chimpancés aprender a cocinar?

El pasaje de comer alimentos crudos a consumirlos cocinados marcó un importante hito en la evolución de nuestra especie. La acción de cocinar requiere varias habilidades cognitivas, como comprender la relación causa-efecto, planear tareas anticipadamente y tener autocontrol para esperar con paciencia hasta que la comida esté lista.
Estudios experimentales de nuestros parientes evolutivos más cercanos, los chimpancés (Pan troglodytes), realizados por dos investigadores de la Universidad de Harvard, Felix Warneken y Alexandra Rosati, muestran que esos homínidos tienen algunas de dichas habilidades cognitivas, entre ellas, comprenden que los alimentos pueden transformarse mediante la cocción, aceptan esperar a que se cocinen para consumirlos, son capaces de entregar alimento crudo para recibirlo cocido al cabo de un corto tiempo, e incluso llegan a transportarlo desde el lugar de recolección hasta el de cocción. También, prefieren la comida cocida a la cruda, e incluso se ha observado a chimpancés en libertad buscando semillas tostadas en incendios de áreas silvestres.

¿Podrían los chimpancés aprender a cocinar?
Mas información en WARNEKEN F y ROSATI AG, 2015, ‘Cognitive capacities for cooking in chimpanzees’, Proceedings B, Royal Society, 282: 20150229, accessible en http://doi.org/10.1098/ rspb.2015.0229, y en https://youtu.be/sogRez_p5yM. También en la gragea ‘No se habla con la boca llena’, publicada por el mismo autor en Ciencia Hoy, 25, 148: 11, 2016.

Electroaerodinámica, o cómo volar por impulso iónico

¿Cómo vuela un avión? Sabemos que tiene alas y motores. Las alas le dan sustentación y los motores lo impulsan hacia adelante. Sin las alas, podremos poner el motor a máxima potencia, pero jamás lograremos remontar vuelo; sin el motor, en cambio, el avión podrá planear, pero jamás despegará de la tierra sin ayuda.
El motor, sea con cilindros como nuestros automóviles o del tipo turbina, tiene por propósito crear una corriente de aire hacia atrás, como resultado de la cual el avión se ve impelido hacia adelante. Esa corriente puede producirse por rápido movimiento giratorio de una hélice –que opera igual que un ventilador–, la cual a su vez puede estar descubierta o a la vista, adelante o atrás del fuselaje o hasta de las alas, o puede estar oculta por la carcasa que protege la turbina. En el último caso se suele hablar de aviones ‘turborreactores’. También es común la propulsión de aviones por turbinas y sin hélice, que crean la corriente de aire hacia atrás en forma del chorro de aire y gases causado por la ignición del combustible. De ahí las expresiones ‘avión a chorro’ y ‘avión a reacción’.
Si quisiéramos buscar una forma de propulsión de aeronaves que no quemara combustibles, deberíamos investigar cómo producir una corriente de aire con esa restricción. Tomemos una pila o una batería, todas las cuales tienen dos polos, uno positivo y otro negativo. Si se la conecta adecuadamente circulará una corriente eléctrica entre estos polos. Aprovechando ese fenómeno, sería teóricamente posible hacer circular entre dos polos eléctricos o electrodos no solo una corriente eléctrica sino, también y por la razón que se explica enseguida, una de aire.
Hace muy poco tiempo un grupo de investigadores del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) logró precisamente eso: hacer volar sobre la base de lo anterior un pequeño avión sin hélices ni otras partes móviles. Podría decirse que aprovecharon los principios de la electroaerodinámica e hicieron desplazarse por el aire, durante 8 segundos y a unos 50cm del suelo, el pequeño aparato de 2,5kg de peso y 5m de envergadura alar que muestra la figura. El primer vuelo de los hermanos Wright, en diciembre de 1903, duró 12 segundos en un aeroplano que pesaba 274kg sin el piloto y tenía una envergadura alar de 12m.
¿Cómo lo hicieron? Diseñaron y colocaron debajo del ala de su pequeño aeroplano un conjunto de módulos que actúan como pilas, cada uno dotado de dos electrodos de diferente capacidad, con el positivo mucho más pequeño que el negativo y una diferencia de potencial eléctrico entre ambos de unos 40.000 voltios, enorme si se compara con los 220v de la corriente doméstica en la Argentina. Ello conduce a la formación de una reducida región cerca del electrodo positivo de cada módulo en que las moléculas del nitrógeno de la atmósfera adquieren una carga eléctrica positiva, es decir, se ionizan. (Iones son átomos o moléculas que han ganado o perdido uno o más electrones y dejado, en consecuencia, de ser eléctricamente neutros.)
Debido a la diferencia de potencial señalada, esos iones con carga son atraídos hacia el electrodo negativo, y la corriente de iones así originada tiene un efecto de arrastre sobre las moléculas neutras del aire. Ello es así porque cuando una molécula en movimiento choca con una en reposo le transmite parte de su impulso. Como resultado, cada uno de estos dispositivos actúa como una pequeña hélice que genera, literalmente, un viento iónico.

Electroaerodinámica, o cómo volar por impulso iónico
Fotografía del avión electroaerodinámico después de haber hecho múltiples vuelos de prueba.

Cada electrodo positivo de los módulos del equipo del MIT está formado por un alambre muy fino y se ubica en la parte delantera del adminículo, mientras que cada electrodo de carga negativa sobre el que va a pasar el viento iónico tiene un perfil semejante al de un ala convencional de avión. Al pasar aire en movimiento por cada una de estas minialas, ellas generan una pequeña sustentación, lo mismo que hace dicha ala convencional al desplazarse por el aire. La acumulación de muchas pequeñas contribuciones termina sustentando el pequeño aeroplano y la suma de todas las brisas de viento iónico produce el empuje que lo impulsa hacia adelante.
El experimento del MIT demostró que el vuelo electroaerodinámico es posible. El avión que lo realizó está en estos momentos en el límite de la tecnología: no podría haber sido mucho más grande, ni mucho más pesado, ni haber volado por mucho más tiempo. Pero voló, lo cual nunca había sucedido antes. Posiblemente algo parecido se podría decir sobre el vuelo de 1903 de los Wright, que inauguró la era de la aviación actual y que hoy, 116 años después, no se duda en calificar como el inicio de una revolución tecnológica. ¿Dirán lo mismo dentro de 116 años sobre el experimento del MIT?

Alejandro Gangui
@algangui

Más información en PLOURABOUÉ F, 2018, ‘Fight with ionic wind’, Nature, News and views, 21 de noviembre, accesible en https://www.nature.com/articles/d41586-018-07411-z. El artículo técnico del equipo del MIT es XU H et al., 2018, ‘Flight of an aeroplane with solid-state propulsion’, Nature, 563: 532–535, accesible en https://www.nature.com/articles/s41586-018-0707-9.


Nuestro eclipse sanjuanino

En las páginas 53 a 59 del número anterior, Ciencia Hoy publicó algunas precisiones sobre los eclipses totales de Sol, en anticipación de los dos que se apreciarían en la Argentina con relativamente poca diferencia de tiempo: respectivamente el 2 de julio de 2019 y el 14 de diciembre de 2020.

Nuestro eclipse sanjuanino

Acontecido el primero, podemos incluir en este número las imágenes que uno de los editores de la revista, Alejandro Gangui, tomó de él en la provincia de San Juan. En sus fotografías, puestas en orden temporal de izquierda a derecha, se aprecian las fases de parcialidad y totalidad, así como la corona solar y el anillo de diamante. La serie exhibe una curiosidad adicional debida a que, por haber acaecido el fenómeno en horas cercanas a la puesta del Sol, hacia el final de su duración este ya caía detrás de las montañas al occidente. Por tal razón, para los observadores de esa provincia, cuando la Luna ya estaba próxima a dejar de eclipsar el disco solar, se produjo otro eclipse de Sol que comenzó en su parte inferior y pronto lo hizo desaparecer por completo. En ese caso, fueron los cerros los que se interpusieron entre el astro y el observador, como lo muestra la última fotografía de la derecha.


Peces de las profundidades marinas ven colores en la oscuridad

Como regla general, los vertebrados, humanos incluidos, no distinguimos los colores cuando la luminosidad es muy débil. De ahí el conocido dicho que de noche todos los gatos son pardos. Esto se aplica también al mar, donde, a medida que aumenta la profundidad, menor es la luz que llega; a mil metros, reina completa oscuridad. Muchas criaturas que pueblan las profundidades emiten su propia luz por bioluminiscencia, pero esta se disipa en las tinieblas. Se admite que allí la visión de los colores es imposible para los animales y probablemente inútil. Sin embargo, este no es el caso de algunos peces que habitan los fondos oceánicos.
La visión de los vertebrados, incluidos los peces, reposa sobre dos tipos de estructuras llamadas fotorreceptores: los conos y los bastones. Los primeros, activos cuando la luminosidad es fuerte, permiten distinguir colores. Los vertebrados tienen hasta cuatro tipos diferentes de conos; el ser humano posee tres, que posibilitan percibir respectivamente el rojo, el verde y el azul.
Un estudio reciente demuestra que ciertos peces abisales escapan a la regla indicada en el primer párrafo y ven colores en la oscuridad. Antes de hacer este descubrimiento los investigadores analizaron el genoma de 101 especies de peces y hallaron que 13 de ellas poseen varios genes que controlan la actividad de unas proteínas sensibles a la luz llamadas rhodopsinas, una variedad de las opsinas tratadas en el artículo que se publica en la página 18 de este número. El record lo tiene Diretmus argenteus, un pez con ojos sobredimensionados y escamas ventrales pares dotadas de puntas agudas, en el que 38 genes diferentes podrían ejercer ese control. Un análisis de fragmentos de ARN presentes en la retina de dicho pez reveló que 14 de esos genes estaban activos en forma simultánea.

Peces de las profundidades marinas ven colores en la oscuridad
Diretmus argenteus, un pez encontrado en la mayoría de los mares hasta 2000m de profundidad. Su cuerpo achatado en forma de disco puede alcanzar los 40cm de diámetro. Dibujo Emma Kissling, 1911.

‘Nunca encontramos tal número de genes en un vertebrado’, dice Eric Warrant de la Universidad de Lund, en Suecia, ‘y jamás una sensibilidad a la luz tan concentrada en los azules’. Cada uno de los elementos de las rhodopsinas es sensible a una pequeña porción de espectro de la luz azul. Para los autores, de un artículo publicado en Science, citado al final, sus bastones permitirían al pez en cuestión aprovechar los raros rayos de luz existentes en las grandes profundidades para distinguir siluetas de congéneres del fondo marino que tengan coloración azul. También le permitirían distinguir ínfimas diferencias en las fuentes de bioluminiscencia del fondo marino y adaptar su comportamiento en función de quién la emite: compañero, presa o predador. Sería interesante, en el futuro, confirmar estos resultados por experimentos comportamentales estudiando estos animales en el laboratorio o –algún día– in situ.

Adaptado de DIOUX O, ‘Des poissons des abysses voient les couleurs dans le noir’, La Recherche, 549-550, julio-agosto 2019. Más información en MUSILOVA Z et al., ‘Vision using multiple distinct rod opsins in deep-sea fishes’, Science, 364, 6440: 588-592, 10 de mayo 2019.

Artículo anterior
Artículo siguiente

Artículos relacionados