Hace veinte años nació una oveja

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Se estima que en el mundo el ganado ovino asciende a no menos de 1000 millones de cabezas. Teniendo en cuenta qué fracción de esos animales son hembras en edad reproductiva, es posible estimar que estas producen alrededor de un millón de nacimientos diarios de ovinos domésticos. ¿Por qué, entonces, dedicamos este editorial a comentar uno de esos nacimientos, acaecido en Escocia y anunciado por la prensa mundial hace veinte años? La razón es que el animal, que recibió el nombre de Dolly, poseía un rasgo distintivo por el cual la noticia se difundió como reguero de pólvora: en vez de tener dos progenitores, como todo mamífero, incluyendo los humanos, tenía solo uno. En otras palabras, la oveja recién nacida era genéticamente idéntica a su madre. Fue la primera clonación exitosa de un mamífero.

Dolly nació en los laboratorios del Instituto Roslin, de la Universidad de Edimburgo, mediante un complejo procedimiento consistente en extraer el núcleo (con todos los genes nucleares del animal) de una célula de la ubre de una oveja y transferirlo in vitro al óvulo sin fertilizar de otra oveja, en sustitución del núcleo de este que había sido quitado antes. Luego, una pequeña descarga eléctrica provocó que el óvulo con ADN ajeno adquiriera las facultades de un embrión, el cual, implantado en el útero de una madre sustituta, cumplió el ciclo normal de preñez y desembocó en el parto natural de Dolly. Su madre genética era la oveja de la que se extrajo la célula mamaria.

Los experimentos del Instituto Roslin fueron posibles debido a una larga serie de pequeños y grandes avances acaecidos a lo largo del siglo XX en varios países, que develaron los mecanismos de la genética molecular, cuyo momento culminante quizá haya sido el descubrimiento en la Universidad de Cambridge por James Watson y Francis Crick de la estructura química en forma de doble hélice del ADN, dado a conocer en abril de 1953 (Nature, 171, 737-738) y que llevó a los nombrados al premio Nobel de fisiología o medicina de 1962.

El éxito del experimento escocés puso en marcha una notable sucesión de acontecimientos, que abarcaron grandes esfuerzos de investigación de laboratorio sobre la biología básica del proceso –en cuya comprensión había muchas lagunas–, la búsqueda de caminos alternativos más convenientes para llegar al mismo resultado, la extensión del procedimiento a otros animales y las posibilidades de su aprovechamiento en seres humanos, la exploración de su utilidad en medicina, veterinaria y cría de animales, la discusión de las implicancias sociales y éticas de las acciones en cuestión, y fantasías en materia de clonación de personas difundidas por los medios más o menos sensacionalistas (como crear copias de Albert Einstein, Adolf Hitler o Marilyn Monroe), todo lo cual se desenvolvió vigorosamente durante las dos décadas transcurridas.

La clonación no se limitó a producir ovejas, ni siquiera animales de sexo femenino: se extendió entre otros a ratones, cabras, vacas y caballos, y en 1999 Teruhiko Wakayama y Ryuzo Yanagimachi, de la Universidad de Hawái en Honolulu, clonaron el primer mamífero macho, un ratón al que llamaron Fibro. Como lo explicaron en Nature Genetics de junio de ese año, lo hicieron por un procedimiento similar al aplicado en Escocia: sustituyeron los núcleos de óvulos de ratón por los de células de la cola de ratones machos e implantaron los embriones resultantes en hembras en condiciones de llevarlos a término. De los 274 embriones implantados, solo nacieron tres ratones y uno –Fibro– llegó a ser un adulto fértil (cifras que indican las dificultades y los riesgos del procedimiento).

Por su lado, el médico japonés Shinya Yamanaka se propuso investigar el funcionamiento bioquímico que confiere al núcleo de una célula somática, como el de la célula de la ubre de la que provino Dolly o el de la cola que dio lugar a Fibro, las facultades de comportarse como el núcleo de las células embrionarias y ser el origen de todas las demás células del organismo, es decir de convertirse en el núcleo células madre, germinales o pluripotenciales (stem cells). Sus descubrimientos indicaron caminos para dar lugar a células pluripotenciales inducidas partiendo de diversos tejidos del organismo y le significaron obtener el premio Nobel de fisiología o medicina en 2012.

La investigación científica básica también logró ir despejando varias incógnitas sobre la biología de un animal clonado, por ejemplo, su propensión a sufrir enfermedades comparada con la de sus congéneres nacidos en forma tradicional o a envejecer prematuramente, dado que Dolly no tuvo buena salud y murió joven para una oveja, pero otros cuatro clones de ella son hoy animales sanos y han alcanzado saludable vejez ovina en la Universidad de Nottingham.

La explosión de investigación básica sobre el tema condujo, como era de esperar, a que se procurara aplicar los nuevos conocimientos en muchos campos, que se pueden dividir a grandes rasgos en dos: la clonación reproductiva, como la de Dolly, y la clonación terapéutica, que no apunta a generar animales completos sino tejidos sanos para tratar órganos enfermos.

En ambos campos los avances realizados fueron notables, y en algunos casos hasta espectaculares, como en uno que concierne especialmente a la Argentina: la clonación de caballos de polo. Pero también hubo experimentos fallidos, líneas de investigación que no arrojaron resultados, reclamos extravagantes e incluso afirmaciones fraudulentas, estas en especial en materia de clonación reproductiva de seres humanos. Así, en 2004 y 2005 el investigador surcoreano Hwang Woo-souk publicó artículos en revistas científicas serias explicando cómo había obtenido por clonación células pluripotenciales humanas, pero no mucho después se descubrió que había falsificado los datos de los experimentos, y en 2009 el ginecólogo italiano Severino Antinori anunció que había clonado personas y ofrecía hacerlo, pero no proporcionó evidencias aceptables por la comunidad científica, que se mostró escéptica.

También arreció el debate en torno a las implicancias éticas y a las políticas regulatorias de los gobiernos, especialmente para las situaciones relacionadas con seres humanos, que desembocó en una variedad de posiciones, desde las más conservadoras, que defendieron y defienden la prohibición, asumidas por la Iglesia Católica y algunos gobiernos (el de los Estados Unidos puso límites al uso del dinero estatal para la investigación con células germinales humanas), hasta las más liberales, como la tomada por el gobierno británico.

En las últimas décadas hubo también avances paralelos que ayudan a entender mejor la historia de Dolly y sus consecuencias, y que apuntan en la misma dirección de poder controlar y manipular los mecanismos de reproducción animal y humana para conseguir el nacimiento de individuos con ciertas características deseables, o, por lo menos, evitar que tengan determinadas patologías. Así, uno de esos avances paralelos, que comenzó bastante antes del que estamos comentando, es combinar el ADN nuclear de una mujer con el ADN mitocondrial del óvulo de otra en situaciones en que la primera es portadora de mutaciones en su ADN mitocondrial causantes de serias enfermedades en su descendencia. Nacieron así los que la prensa mundial, con más sentido del sensacionalismo noticioso que de la verdad científica, llamó bebés con un padre y dos madres, algo que no puede tomarse literalmente ya que la casi totalidad de la información genética yace en el ADN nuclear, y muy pocas característica biológicas resultan determinadas por el ADN mitocondrial (véase ‘¿Bebés con tres progenitores biológicos?’, Ciencia Hoy, 25, 145: 13, agosto-septiembre de 2015).

Lo relatado sucintamente en materia de clonación de mamíferos constituye un buen ejemplo de la índole, los alcances y las consecuencias de la investigación científica en la sociedad moderna, y un tema muy oportuno de reflexión en nuestro medio en momentos en que, como lo comenta el editorial del número anterior de Ciencia Hoy, estas cuestiones se han convertido en objeto de acalorada polémica, que se extiende al cometido del Estado en la materia, y están en discusión el monto y las condiciones de la financiación pública de la actividad científica. El relato ilustra cómo descubrimientos de laboratorio realizados con el propósito primordial de entender el funcionamiento de la naturaleza terminan repercutiendo en la vida diaria y el bienestar de la humanidad, lo mismo que en la actividad económica, aun en un país relativamente marginal como la Argentina que, sin embargo, tuvo la capacidad de colocarse internacionalmente a la cabeza de los esfuerzos mundiales de clonación equina y de estar en condiciones de poner en el mercado una yegua de polo clonada por la que se pagaron 800.000 dólares.

La moraleja de esta historia, por la que le dedicamos las páginas del presente editorial, es la conveniencia, en palabras del editorial anterior, de ‘no solo mantener en buen funcionamiento sino continuar incrementando vigorosamente la investigación científica y tecnológica en el país, incluso hasta duplicar o más la fracción del PBI que se destina a ella y llevarla a valores más cercanos a los de los países avanzados [para] construir una economía diversificada en condiciones de competir con éxito en los mercados globales y, por esa vía, mejorar el bienestar y ampliar los horizontes vitales de sus habitantes’.

Fe de errata

En el artículo ‘Compuestos aleloquímicos’, de Hugo Daniel Chludil, publicado en Ciencia Hoy N° 153, volumen 26, enero – febrero de 2017, en la página 39, en la última oración de la columna de la izquierda:
Donde dice: ‘La adopción de prácticas agrícolas sustentables y la selección de especies con potencial alelopático permiten disminuir la aplicación de fertilizantes y herbicidas industriales’.
Debería haber dicho: ‘La adopción de prácticas agrícolas sustentables y la selección de especies con potencial alelopático permitirían disminuir la aplicación de herbicidas industriales.’

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