La política y la vida académica

Tres acontecimientos recientes, que tuvieron cierta repercusión en los medios, conmovieron a la comunidad académica local: la elección del rector de la UBA para un cuarto período consecutivo de cuatro años, la renuncia del presidente del CONICET -provocada por un conflicto con el secretario de Ciencia y Tecnología-y el reemplazo del director del hospital de Clínicas por el decano saliente de la facultad de Medicina. Independientemente del juicio particular que cada uno de los episodios y sus actores pudieran merecer -terreno en el que CIENCIA HOY entiende que no debe entrar-, queda en la comunidad científica, con relación a cada uno, la impresión de que algo falla en el modo como operan las instituciones.

Ello es así a pesar de que, en algunos de esos casos -en particular, en los de la UBA-, no se violó la estricta legalidad de los procedimientos, puesto que el estatuto universitario permite la tercera reelección y el método de designación de nuevos directores de hospitales universitarios se ajustó a la letra de las normas. Incluso puede haber quienes se inclinen por creer que las soluciones adoptadas, posiblemente, sean mejores que las alternativas en juego. A saber, que hubiese sido elegido rector el doctor Jaim Etcheverry, quien salió segundo en la rectoral votación, o que el doctor Stefani hubiera permanecido en la presidencia del CONICET, o que el doctor Sanguinetti continuara al frente del Clínicas.

Pero aun muchos de los que así piensan entienden que la manera como se desenvolvieron los hechos indica un funcionamiento institucional que dista considerablemente del que correspondería al sistema académico ideal, es decir (según quien lo mire), uno que se ajuste a ciertas tradiciones, aspiraciones o modelos históricos o externos. ¿En qué consiste la diferencia entre ese sistema ideal y el que opera realmente, que resulta para muchos tan poco satisfactorio? Posiblemente, en la injerencia de la política externa en la vida académica, o en la politización interna de esta en términos que desvirtúan sus propósitos y perjudican el logro de sus objetivos. La renuncia del presidente del CONICET (cuya designación comentamos en el editorial del número 40 de CIENCIA HOY, 1997), más allá de las acusaciones y defensas que el funcionario saliente intercambió con el secretario Del Bello, manifiesta que ambos estaban en desacuerdo acerca de dos valores que intervienen en las decisiones de un organismo oficial de promoción científica: la libertad académica y la razón de estado. Dicho en otros términos, por debajo del conflicto sobre algunas cuestiones específicas, como designaciones de nuevos investigadores o el controvertido centro de investigaciones de Anillaco (episodio que se suma a los no menos cuestionables de Diamante y Chascomús), subyace una discrepancia más seria, que versa sobre cómo debe operar, en última instancia, el CONICET y cuáles son los limites de su independencia de decisión.

La comunidad científica, que se solidarizó, sin duda, con el renunciante, vio el episodio como un caso más de prepotente injerencia del poder político en asuntos que, a su entender, deben dirimirse sólo de acuerdo con criterios académicos y, por ende, lo calificó de viólación de la libertad académica (concepto que, cuando se aplica a las universidades, equivale al de autonomía universitaria). El secretario de Ciencia y Tecnología, por su parte, entendió que el gobierno puede y debe imponer al directorio del CONICET determinadas decisiones, porque se trata de un ente público que, como todos, ejecuta la política del gobierno, es decir, está sujeto a la razón de estado. La divergencia no se planteó en un plano teórico o doctrinario, sino en el ejercicio de las decisiones cotidianas, en especial, de las que significan asignar recursos y, por endé, ejercer poder, el que termina beneficiando o perjudicando a personas. Cuando se suscita un conflicto en ese plano, se siguen por lo común dos efectos: uno es que normalmente se exacerban los ánimos y se producen intercambios altisonantes, que pueden llegar a destituciones o renuncias.

El otro es que, además de ponerse en cuestión el funcionamiento institucional, se abre un interrogante sobre la ética de los procedimientos. Ambos efectos estuvieron presentes en el caso que se comenta y dejan en el ánimo del observador la sensación de que en los dos niveles se requiere un esfuerzo de reflexión y de reforma. Ese mismo observador, en la medida en que pueda tomar distancia de la presente crisis, seguramente advertirá que no siempre, en los últimos quince o veinte años (para no ir más lejos), las culpas y los méritos estuvieron de un solo lado, ya que si las autoridades políticas tendieron más de una vez a meterse en lo que no les correspondía, no estuvieron ausentes los incumplimientos por parte de algún número de académicos de aquellas tradiciones, aspiraciones o prácticas a las que se ajustan los mencionados modelos históricos o externos. Si el conflicto del CONICET se podría asemejar a la larga serie de avasallamientos de los claustros por la arrogancia del poder que registra la historia (y que también existen en países más avanzados, pero tienden a ser cosa de otros tiempos), los dos episodios de la UBA tienen características distintas. No se trata de una injerencia de la política externa sino de la politización de la vida interna de la universidad; no fueron el resultado de la hybris del poder político sino de la adopción, por parte de los propios miembros de la universidad, del estilo y los procedimientos de la política externa y, en especial, de algunos de sus rasgos más negativos, como el clientelismo, el intercambio de prebendas (lo que en los Estados Unidos denominan pork-barrel politics) y la adicción al poder.

Porque si algo caracterizó el largo rectorado de Shuberoff, lo mismo que el modo de proceder de muchos de los decanos de las últimas épocas (aunque ni aquel ni estos hayan sido los únicos en actuar así), es la preeminencia, por sobre la discusión y gestión de los asuntos académicos, de la política del poder, partidista o facciosa, para ejercer la cual se llegó a montar una poderosa y (juzgada con relación a tales fines) eficiente estructura burocrática. Es curioso que el sistema de gobierno de las universidades nacionales, que nació de la visión renovadora de la Reforma de 1918, a su vez preocupada por salvaguardar la libertad académica y proteger a la universidad de injerencias del poder político, como las que ahora sufrió el CONICET, haya desembocado en que sean los mismos integrantes de la universidad quienes desvirtúen la vida académica y la subordinen a los procedimientos e intereses de la política externa o de facciones. Mientras tanto, la institución universitaria crece en irrelevancia para la sociedad, porque es cada vez menos capaz de proporcionar a esta ideas innovadoras que la guien, esclarecimiento inteligente de los problemas, liderazgo moral y una educación equilibrada de la juventud. Quizá, la solución que encontró la Reforma, de reproducir el sistema republicano en la universidad, conduzca inexorablemente a este resultado, pues se trató de un esquema ideado por políticos y no por académicos.

Finalmente, la Reforma era un proyecto político que buscaba transformar la sociedad y no sólo reorganizar la universidad. Sus éxitos pasados, tanto en lo primero como en lo segundo, pueden considerarse mayores o menores (he ahí un tema que parece maduro para ser investigado y discutido). La pregunta por hacerse en este momento -para la que nadie parece tener respuesta alguna, ni buena ni mala- es cuál sería la manera de mejorar la organización institucional de la universidad y su gobierno, para que, sin que se deje de defender la libertad académica y la autonomía, se desaliente la politización, se estimule el debate ilustrado y se creen mejores condiciones para la búsqueda de la calidad en la enseñanza y la investigación. Los tres episodios comentados, sobre todo si se tiene en cuenta que sucedieron en poco tiempo y que -más allá de suscitar algunos comentarios- no parecen destinados a traer consigo mayores reacciones ni demasiadas consecuencias inmediatas (salvo alguna imitación, como se insinúa en la Universidad Nacional de La Plata), impulsan a sacar la conclusión de que es poco realista esperar grandes mejoras en las entidades científicas y en las universidades. Para crear las condiciones que permitan vislumbrar esas mejoras en un plazo que, de todos modos, no puede ser excesivamente corto, habría que comenzar por tomar conciencia de los efectos destructivos de la politización en las instituciones académicas y de la necesidad de adoptar conductas -más allá de lo que prescriban las normas- que la excluyan, tanto la que viene de afuera como la que se gesta en los mismos claustros, sobre todo la segunda, cuya existencia es una fuerte invitación a que opere la otra y el mecanismo que facilita su éxito.

La politización es, sin duda, una causa importante de la debilidad de las instituciones académicas. No se puede culpar de ella a nadie más que a los propios académicos, lo cual, por otro camino, nos hace regresar a la desdibujada presencia de criterios éticos en la convivencia profesional de estos, que tratamos en el editorial de número 43 de CIENCIA HOY (noviembre-diciembre de 1997). Detrás de los pasos que condujeron al cuarto período del rector Shuberoff al frente de la UBA, a la sinuosa renuncia del doctor Stefani a la presidencia del CONICET y al desfenestramiento del doctor Sanguinetti de la dirección del hospital de Clínicas, no hay simples “cuestiones de la política”. Se esconde una peligrosa debilidad institucional ocasionada, en no poca medida (aunque no exclusivamente), por la ausencia de compromisos éticos.

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