La resurrección del mamut, un derroche entre inútil y peligroso

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En los últimos meses, se tuvo noticia de que un equipo de científicos había obtenido financiamiento para intentar recrear, mediante la manipulación genética, el mamut lanudo (Mammuthus primigenius). Se trata de una especie adaptada a los climas fríos de Siberia y Alaska, que llegó a convivir con los seres humanos y se habría extinguido hace unos 10.000 años, aunque poblaciones aisladas sobrevivieron en la isla de Wrangel, en el océano Ártico, hasta hace unos 4.000 años. Sabemos que los humanos cazaban a los mamuts, se alimentaban de su carne, construían refugios con sus huesos, esculpían su marfil y, también, los pintaban en sus cuevas. Entre los más bellos ejemplos de esas artes se cuenta la llamada Venus de Brassempouy, de unos 25.000 años de antigüedad, hoy conservada en el Museo Nacional de Arqueología de Francia, en Saint-Germain-en-Laye.

No sabemos con seguridad –quizá nunca podamos saberlo– si la causa de la extinción fue la caza excesiva, un proceso de cambio climático que implicó una reducción de los hábitats del mamut o una combinación de esos y otros factores. En cualquier caso, el hecho de que vivieran en climas fríos y muchos de sus cadáveres quedaran enterrados en el permafrost permitió recuperar sus restos: el marfil de mamut ruso se comercializaba en Europa occidental al menos desde el siglo XVII; algo más tarde se recobraron ejemplares completos, que se exhiben en diversos museos, de San Petersburgo a Viena y la Columbia Británica. También, por supuesto, esos fragmentos fueron estudiados con gran interés ya desde el siglo XVIII por naturalistas (Georges Cuvier entre ellos) y otros científicos, hasta los actuales análisis de ADN que permiten avizorar una posible ‘desextinción’ de la especie.

Un mapa bastante acabado del genoma del mamut se completó ya en 2015, en un estudio publicado en Current Biology (dx.doi.org/10.1016/j.cub.2015.04.007). Desde ese mismo año se intenta utilizar la técnica de edición genética CRISPR/Cas9, consistente en introducir parte del código genético del mamut en el genoma de elefantes asiáticos, en particular aquellos genes que permiten una mejor adaptación al frío (Sarah Fecht, Popular Science,
25-3-2015). El objetivo final sería (¿re?)introducir a la nueva criatura en un ‘parque del Pleistoceno’, ubicado en el área del río Kolyma, en el noreste de Siberia, para recrear el ecosistema de la estepa subártica. Paralelamente, en 2019, un grupo de investigadores transfirió núcleos de células de un ejemplar juvenil desenterrado en Siberia a ovocitos de ratón (doi.org/10.1038/s41598-019-40546-1).

El equipo de George Church, profesor de genética en la Universidad de Harvard, también trabaja en el proyecto hace un lustro. Fueron ellos quienes, en 2015, lograron insertar ADN de los restos congelados de un mamut en células de un elefante vivo, mediante la técnica CRISPR (Bob Webster, en The Times, 23-3-2015). En 2019 un empresario del sector tecnológico, Ben Lamm, decidió financiar el proyecto de Church y juntos crearon la empresa Colossal, con el objetivo de acercarse a la producción de ejemplares vivos de mamut: Lamm es el CEO de la compañía y ya obtuvieron 15 millones de dólares de financiamiento. Church cree que podrían producir una primera cría en unos seis o doce años, Lamm aspira a ‘apalancar’ esa tecnología para impulsar ‘una conservación disruptiva’. La compañía creada por ambos busca obtener ganancias de todo el proceso. Cuentan también con otros inversores, entre ellos Richard Garriott, quien acaba de gastar 30 de sus millones para viajar al espacio como turista y aprecia, al mismo tiempo, las posibilidades comerciales de la ‘biología sintética’, esto es, el rediseño de organismos para ‘propósitos específicos’, entre ellos la ‘creación de nuevas formas de vida’ (Catherine Clifford, en CNBC, 13-9-2021). Por supuesto, la compañía sostiene que sus objetivos son filantrópicos: la reconstrucción del ecosistema siberiano, mamuts incluidos, podría contribuir a evitar que el metano y el carbono almacenados en la tundra se liberaran y aceleraran el calentamiento global (Laura de Francesco, en Nature Biotechnology, 39, 7-10-2021). No es necesario poner en duda esas altas miras para encontrar un problema con el argumento: sin necesidad de intentar traer a la vida ejemplares de una especie extinguida, ya se busca lo mismo con otras existentes, como los bisontes.

Mamut
‘Lyuba’, cría de mamut momificada hallada en 2007 en Siberia, Rusia, en excepcional estado de conservación. Foto Wikimedia Commons / Ruth Hartnup

Las posibles consecuencias éticas de un emprendimiento del tipo se han discutido largamente. Yasha Rohwer, por ejemplo, planteó que el intento no puede justificarse por una obligación moral con la especie extinguida, con la preservación ambiental o con organismos individuales en ecosistemas sin mamuts, aunque quizá podría considerarse moralmente admisible a partir de los beneficios que podría aportar a los humanos, por ejemplo, gracias a un mayor conocimiento científico o porque el contacto con animales extinguidos podría inspirarnos placer o reverencia (doi.org/10.1080/21550085.2018.1448043);

Rohwer emplea el término awe, de difícil traducción, con sentidos que se asocian no solo con la ‘reverencia’, sino también con la ‘sujeción’ y el ‘terror’, tema sobre el que Carlo Ginzburg ha escrito páginas iluminadoras (Miedo, reverencia y terror, Prohistoria, Rosario, 2019). También se ha cuestionado el problema ético de usar elefantas asiáticas como madres sustitutas en el proceso de hibridación, que las pondría en gran riesgo, con una alta posibilidad de que muy pocos embriones sobrevivan y se produzca una enorme incertidumbre respecto de la relación entre madre elefante y cría mamut (doi.org/10.1007%2F978-1-4939-0820-2_19). Esto no sería un problema para el proyecto de Colossal, pues planean hacer crecer los embriones en bolsas plásticas. Pero eso representa dilemas éticos adicionales: la relación entre madres y crías es fundamental entre los elefantes que conocemos, incubar un mamut en una bolsa de plástico y traerlo al mundo sin madre implica el peligro de gestar animales que no sepan cómo conducirse. Entre los elefantes africanos, por ejemplo, se ha registrado el comportamiento violento (hacia sus congéneres y hacia otras especies) y anómalo de ejemplares juveniles que perdieron a sus madres a manos de cazadores furtivos (Charles Siebert, en The New York Times, 8-10-2006). La naturaleza gregaria de los mamuts hace que la producción de unos pocos ejemplares no sea suficiente para augurar buenas perspectivas de éxito y supervivencia de una población, pues serían necesarias grandes manadas, costosísimas de producir y mantener. Por otra parte, se ha señalado que el hábitat disponible para las nuevas posibles criaturas es pequeño y está en un proceso de reducción, de manera que no quedarían muchas posibilidades para su desarrollo exitoso, a menos que se dediquen crecientes esfuerzos a la protección de esos ecosistemas, algo que ya se muestra problemático en relación con las especies de proboscídeos que todavía sobreviven en Asia y en África (Carl Zimmer, en The New York Times, 13-9-2021).

La mayoría de los artículos periodísticos que encontraron alguna señal de alarma en la iniciativa mencionaron alguna ficción distópica que podría compararse con esta circunstancia. La más obvia de ellas es Jurassic Park, la novela del Michael Crichton llevada al cine por Steven Spielberg en 1995, con Richard Attenborough en el papel de los actuales integrantes de Colossal y Jeff Goldblum en el de un matemático preocupado por las consecuencias no deseadas de una manipulación tan riesgosa. Podríamos igualmente recordar Doctor Rat, novela escrita en 1976 por William Kotzwinkle, en la que todos los animales del planeta se rebelan contra la humanidad y el protagonista del título, criado en el laboratorio, representa un papel perturbador. Quizá podría agregarse un ejemplo más reciente. En Elefant (2017), traducida a otros idiomas como Criaturas luminosas, Martin Suter se ocupó de las posibles consecuencias de la experimentación genética con animales en laboratorio y de las crecientes desigualdades que asfixian al mundo contemporáneo. La historia es la de una empresa que intenta producir un elefante bioluminiscente a partir de la modificación del ADN; tiene éxito, pero todo desata una serie de aventuras protagonizadas por el animalito, los inversionistas, un veterinario, el mahout de la madre (elefanta de circo), un mendigo que había sido antes banquero y varios otros personajes desdichados o malévolos. La trama de muerte y codicia, sumada a la debilidad congénita del pobre animalito, que muere joven, si bien protegido de los poderosos por sus salvadores, generosos e idealistas, es una bella advertencia.

Por supuesto, los miembros del proyecto desestiman estas críticas. Un becario posdoctoral que está a punto de sumarse a Colossal sostuvo hace poco que no ve un problema ético con la utilización de estas técnicas, incluso si se las aplicara para ‘intervenir el genoma humano’: ‘Si la meta es la conservación, el mantenimiento de los ecosistemas, el aumento de la diversidad, no veo ningún problema ético en volver a la vida a un animal’, sostuvo (Pablo Esteban, en Página 12, 28-11-2021). Bastaría, para evitar cualquier inconveniente, un ‘uso ético de las nuevas tecnologías’. Resulta difícil compartir ese optimismo algo ingenuo. Aunque haya quienes reniegan del progreso científico, no es ese el argumento que aquí se defiende: parece incuestionable, hoy quizá más que nunca, que el descubrimiento de las vacunas, la analgesia y la penicilina ha mejorado la vida (de los seres humanos, sin duda; y tal vez de otros animales). Pero eso no es todo. En cualquier proyecto de intervención en el mundo, sea social o natural, existe la posibilidad de que se produzcan consecuencias no deseadas, incluso si los objetivos son los más puros y los métodos se cuentan entre los más probados. Intervenir en el genoma de una especie con el de otra extinguida para intentar, primero, producir nuevos individuos, luego repoblar un ecosistema del que la población original falta hace milenios y, finalmente, usar las técnicas aprendidas para intervenir el genoma humano enciende todas esas alarmas. ¿Qué pasaría si el primer paso fuera exitoso y el segundo pusiera el ecosistema en peligro de una destrucción mayor? ¿Procederíamos a aniquilar a la población que nosotros mismos hemos creado? ¿Y si los dos primeros fueran exitosos pero la manipulación del genoma humano terminara por producir seres que alguien considerara ‘problemáticos’ o ‘inferiores’? ¿Estaríamos entonces dispuestos a justificar qué curso de acción? ¿El de su eliminación? ¿El de su sometimiento?

En el sexto capítulo de su bello libro Conocimiento prohibido, publicado en 1996, Roger Shattuck se planteó el dilema de los límites de la indagación científica, justamente en relación con la manipulación genética de seres humanos. Su conclusión es que la ciencia como disciplina nunca podrá pensar o ser responsable por sí misma, porque la responsabilidad y el pensamiento son obra de las personas. Shattuck propone la prudencia frente a estos dilemas y, quizá, un juramento semejante al primum non nocere hipocrático. Un cuarto de siglo después de la aparición de su libro, cuando varios sistemas legales han asignado a los animales la categoría de ‘personas no humanas’, nos preguntamos si esas precauciones no deberían extenderse también a ellos. En el caso que presentamos aquí, creemos que la única forma de evitar los peligros antes mencionados es no emprender el proyecto, por más puros que sean los objetivos iniciales. Como la posibilidad de la ganancia estimula imaginaciones febriles, es probable que otros, sin aquellas metas benéficas, busquen concretarlo de todas maneras. Tal vez no deberíamos demorar mucho tiempo un debate sobre la posibilidad de regular estrictamente pesquisas de este tipo, hasta el punto de considerar prohibirlas.  

José Emilio Burucúa
Academia Nacional de la Historia

Nicolás Kwiatkowski 
Conicet-UNSAM

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