Una agenda académica para el próximo gobierno

Pocas semanas después de que este número de Ciencia Hoy haya llegado a manos del lector, un nuevo gobierno asumirá la conducción política del país. Se habrá cumplido así, por tercera vez sucesiva desde 1983, la alternancia en el poder –ingrediente esencial de la democracia– y la Argentina habrá dado otro paso importante en el camino de convertirse en una sociedad libre. Esta meta pareció por mucho tiempo inalcanzable en un país que, desde sus orígenes como nación, se caracterizó por la operación imperfecta o corrupta de sus instituciones políticas, debido a múltiples causas concatenadas, desde la limitada participación ciudadana, en especial antes de la ley Sáenz Peña, hasta el caudillismo populista, el corporativismo y el autoritarismo militar o ideológico. Ciencia Hoy es consciente de que estos factores negativos aún no han desaparecido del ámbito nacional ni, mucho menos, del provincial y municipal, pero reconoce que su incidencia ha sido mucho menor en los últimos dieciséis años. Les cabe a las nuevas autoridades continuar la tarea iniciada en 1983, consolidar lo ya logrado, fortalecer la efectiva independencia de los poderes, asegurar el imperio de la ley y emprender una lucha seria contra la corrupción, cuestiones todas esenciales para la salud de la república.

Dicho lo anterior, también hay que señalar que en las materias que más directamente conciernen a los editores y posiblemente a los lectores de Ciencia Hoy, es decir, en lo relacionado con la educación, la investigación científica y tecnológica y, en general, con la actividad académica, es mucho lo que ha quedado a medio hacer o, simplemente, ni siquiera ha comenzado a encararse. Parece no existir sobre el particular mucha convicción en la sociedad acerca de la importancia o la prioridad de cambiar el estado actual de cosas y, entre quienes proponen reformas, hay escasa coincidencia sobre la forma de llevarlas a cabo. En lo que sigue solo analizaremos algunos aspectos de este complejo asunto. Omitiremos explícitamente considerar las limitaciones presupuestarias, no porque neguemos su importancia, sino por estar convencidos de que poco significaría su corrección si no estuviera acompañada de un replanteo de asuntos como los que se consideran en los próximos párrafos.

En los últimos años fueron sancionadas la ley federal de educación y la ley de educación superior, una para regular la hasta ahora denominada educación primaria y secundaria y la otra el nivel superior. Ambas establecieron innovaciones no menores. Pero en ambos casos su aplicación no ha avanzado a la velocidad que sus objetivos demandaban e, incluso, en algunos aspectos las autoridades nacionales o provinciales se encaminaron en sentido contrario a lo definido por la norma, borrando con el codo lo que habían escrito con la mano. Así, por ejemplo, mientras la ley de educación y la política expresa del poder ejecutivo establecieron la descentralización educativa y la responsabilidad provincial en el manejo de los establecimientos escolares, el ministerio nacional actuó en muchas circunstancias –entre otras, en el conflicto gremial con los maestros– como si la decisión correspondiese al gobierno central, cosa que la mayoría de las provincias no se tomó el trabajo de contradecir.

La política de recursos humanos para la educación primaria y secundaria (si se nos permite usar un nombre común en otros ámbitos para designar el espinoso asunto de qué medidas –aparte del indispensable aumento de las remuneraciones– se deben aplicar para formar y retener maestros y profesores competentes y motivados), así como la forma concreta de aplicar en las escuelas el esquema de tres ciclos trianuales y obligatorios de Educación General Básica (EGB), más otro también de tres años pero no obligatorio llamado polimodal, parecen constituir las cuestiones más urgentes. A estas les sigue el no menos importante asunto de cómo medir de manera significativa, sistemática, regular y comparativa la calidad de la educación, en especial la capacidad adquirida por quienes egresan del sistema después de los clásicos trece años (K+12, en la jerga). En el mismo orden de ideas está la necesidad de medir el rendimiento de las instituciones académicas superiores y de establecer sistemas de estímulos basados en tales mediciones. Además de dotar a la escuela pública de los necesarios recursos, para que pueda aprovecharlos, es necesario darle una mayor capacidad de gestión: de lo contrario, no podrá superar las rígidas limitaciones impuestas por los procedimientos burocráticos a los que está hoy sujeta.

En el nivel superior, no es cuestión trivial la exigencia legal de que todas las instituciones, públicas como privadas, adapten sus estatutos –y consecuentemente su modo de funcionamiento– a la nueva ley, cosa que varias universidades, incluyendo la de Buenos Aires, han rechazado de manera tan terminante que llevaron el asunto a las instancias judiciales. Independientemente de cómo y cuándo la justicia resuelva esos cuestionamientos, y más allá de la influencia que pudo haber tenido la política nacional en ese conflicto, lo cierto es que la autonomía universitaria, la diversidad deseable del sistema y la libertad de cada universidad de fijar sus patrones de funcionamiento son asuntos pendientes y que el próximo gobierno debería incorporar a su agenda académica. Pocos académicos estarían dispuestos a afirmar que hoy las universidades sirven adecuadamente al país. Más allá de las genuinas penurias económica y de los coyunturales enfrentamientos, se hace cada vez más necesario reformular el pacto entre la sociedad y sus universidades y encarar el demorado debate sobre todos los aspectos de tal pacto (véase editorial del número 46 de Ciencia Hoy).

En otro orden de cosas, el control de calidad de los posgrados universitarios por la acción de la CONEAU (Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria) ha realizado lentos pero positivos avances. No resulta posible decir lo mismo del programa ministerial de incentivos al docente investigador. Proclamó en sus inicios la intención de estimular al docente universitario que realizara investigación, pero luego parece haber perdido el rumbo y haberse convertido en un mecanismo encubierto de aumentar las exiguas remuneraciones. El futuro del programa y su relación con los salarios de docentes que también son investigadores de carrera del CONICET (así como con los adicionales por dedicación exclusiva concedidos por las universidades) necesitan ser evaluados y puestos en cuestión. Se podría así dar un paso en la dirección de ordenar el caótico panorama de las retribuciones académicas, que conspira contra la posibilidad de que los dineros destinados a la promoción de la ciencia se usen con eficacia e impide llevar los sueldos de los científicos a niveles decorosos.

Relacionada con la política universitaria, la que concierne a la investigación científica y tecnológica contiene asuntos de importancia que convendría cuestionar y otros que están a medio resolver. Entre los primeros se cuenta la discutible razonabilidad de tener una secretaría de estado de ciencia y tecnología (SECyT) estableciendo políticas públicas para el sector académico de modo independiente de las que fija el ministerio de Educación. De igualmente dudosa utilidad es el afán planificador de la SECyT, cuya expresión más clara es la intención de embretar la mayor parte de los recursos para la investigación en un trivial Plan Nacional Plurianual de Ciencia y Tecnología, en apariencia más relacionado con la necesidad ideológica de mostrar capacidad de planificación que con los reales problemas del país (ver editorial de Ciencia Hoy 44). Entre los segundos, quizá el de mayor trascendencia y urgencia sea definir los propósitos y cometidos de la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica y del CONICET. Es difícil evitar la impresión de que quienes, en 1996, debieron reparar los daños causados por la incompetente gestión de sus antecesores del mismo gobierno, decidieron crear dicha Agencia porque estimaron imposible o imprudente hincarle el diente al CONICET. Es probable que hayan pensado que los intereses creados, los conflictos internos del sistema académico, las presiones políticas y la mera magnitud de la tarea les hubiesen impuesto asumir, en el corto plazo, unos costos políticos que no creían justificados a la luz de sus eventuales beneficios. Con tal actitud dieron implícitamente la desalentadora señal de que, en su valoración, la importancia del sistema científico para la sociedad no era muy alta. Consecuentemente, el nuevo gobierno se encontrará con un CONICET más maltrecho y desorientado que antes, más una Agencia caracterizada por su extremada debilidad institucional y su fuerte dependencia del crédito externo para financiar acciones que han quitado al CONICET una parte no menor del protagonismo en la promoción de la ciencia y la tecnología. ¿Tiene algún sentido que coexistan? Y en caso afirmativo, ¿cuál?

En algún momento, el gobierno del presidente Alfonsín recibió de uno de los más prominentes investigadores argentinos emigrados la recomendación de que encarara una reforma profunda del CONICET. Tal reforma, sin embargo, no se hubiese podido realizar bien entonces ni se podría llevar a cabo ahora sin la disposición y la energía necesarias para ir hasta el final, es decir, para tomar medidas de fondo acerca del destino de los institutos y centros regionales, de los investigadores improductivos y de la carrera del investigador. Cada una de estas decisiones provocaría la encarnizada oposición de muchos, incluyendo a numerosos integrantes de la comunidad científica cuyo entrenamiento en el debate abierto y en la búsqueda de los consensos propios de la sana vida académica es escaso. Ni el gobierno de Alfonsín ni el de Menem se animaron a ponerle el cascabel al gato. Por el contrario, dejaron que se acumularan otros factores de deterioro, como la distorsión salarial, la cuestión de las jubilaciones –que tratamos en el editorial anterior– y la imposibilidad de que las nuevas generaciones accedan a posiciones dignas en el sistema científico, todo lo cual ha puesto en serio riesgo el futuro de este. ¿Tendrá el próximo gobierno la lucidez y el coraje para hacer lo necesario con el CONICET?

Otra asignatura pendiente a ser incorporada a la agenda del nuevo gobierno es definir el destino del sector académico de la CNEA, que, desde hace muchos años, se ubicó y mantuvo a la vanguardia de la investigación y de la formación de científicos y tecnólogos en la Argentina. No estamos abriendo juicio aquí sobre la generación nucleoeléctrica y la anunciada decisión de privatizarla, ni sobre otras tareas realizadas por la institución. Nos limitamos a señalar que existe una sobresaliente capacidad de producción y educación científicas que ha quedado a la deriva por un cambio de marco institucional, y que corre el riesgo de malograrse si no se le proporciona un nuevo marco adaptado a las actuales circunstancias, junto con las correspondientes asignaciones presupuestarias. El actual gobierno provocó dicho cambio de marco pero no se interesó por las consecuencias de su decisión en esa capacidad científica. Sería una irresponsabilidad que el nuevo gobierno adoptara la misma actitud.

Permítasenos concluir afirmando que la comunidad académica estará a la espera de que el próximo gobierno establezca políticas razonables y efectivas acerca del universo de cuestiones examinadas en este breve comentario, y expresando nuestra convicción de que aquella brindará toda la colaboración necesaria. De cualquier color político que sean los nuevos gobernantes, confiamos en que hagan un honrado y lúcido esfuerzo y deseamos tengan el mejor de los éxitos.

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