Un experimento crucial es uno que se propone decidir entre dos hipótesis o teorías rivales. Galileo, según afirma él mismo, fue el primero en concebir y realizar una experiencia para tratar de determinar si la luz se propaga de manera instantánea o sucesiva, es decir, con una velocidad infinita o finita. El experimento tuvo un resultado negativo, pero, además de señalar el camino para futuras experiencias, nos dejó importantes lecciones de carácter epistemológico.
El misterio de la velocidad de la luz
Desde la antigüedad hasta nuestros días, la luz ha fascinado por igual a los filosófos y a los científicos. Durante milenios, todos los fenómenos relacionados con la luz fueron más bien objeto de especulación que de investigación experimental. De todos modos, sin esa especulación previa, no podrían haberse elaborado las hipótesis y teorías que alguna vez pudieron contrastarse por medio de la experiencia.
La pregunta por la velocidad de la luz es probablemente antigua pero, por falta de testimonios escritos, no es posible determinar quién la planteó por primera vez. La experiencia más elemental es la de encender y apagar lámparas (generalmente de aceite) en medio de la oscuridad. Cuando una lámpara se enciende, todos los objetos que observamos se iluminan de manera simultánea, independientemente de que estén más lejos o más cerca de ella; igualmente, cuando una lámpara se apaga, la oscuridad se produce de manera inmediata. La experiencia cotidiana parece mostrar, entonces, que la luz se propaga de un modo instantáneo, esto es, con una velocidad infinita. Si se lo piensa un momento, sin embargo, se advierte que esta experiencia no es decisiva; podría ocurrir, en efecto, que la velocidad de la luz fuera finita, aunque muy alta, por lo que en distancias cortas, como el interior de una habitación, no podríamos percibir ninguna demora en su propagación. Para poner a prueba esta hipótesis es necesario apelar a la observación en distancias más largas, lo cual siempre resulta más difícil.
Los antiguos griegos conocieron los espejos (que en esa época no eran de vidrio, sino de metal) y, por supuesto, quedaron intrigados por el fenómeno de la reflexión de la luz. En algún momento, encontraron una regularidad en este fenómeno: el ángulo de incidencia de un rayo luminoso sobre un espejo es igual al ángulo de reflexión. Se trata de una ley empírica muy simple, pero evidentemente correcta. No sabemos quién la descubrió ni de qué manera lo hizo, pero muy pronto se integró al campo de lo que luego se llamó la óptica geométrica, que en la antigüedad era una rama más de las matemáticas (junto con la astronomía y la música). La reflexión de la luz en un espejo duplica la distancia recorrida por un rayo de luz, y, si se usan varios espejos, tal distancia puede multiplicarse muchas veces, por ejemplo, formando un polígono. Así, mediante un sencillo juego de espejos, sería posible realizar un experimento para comprobar si la luz tarda algún tiempo en recorrer una distancia conocida y relativamente grande. Aunque en la antigüedad no había relojes que pudieran medir tiempos cortos, habría sido suficiente emplear el pulso humano (de hecho, hasta el siglo XVIII el segundo se definió como un ‘batido de arteria’), o bien percibir alguna demora entre el encendido de una lámpara que emite luz y la recepción de la luz reflejada en un espejo. De esta manera se podría haber determinado si la propagación de la luz era instantánea o no.
El experimento de Galileo
A comienzos del siglo XVII la cuestión acerca de la velocidad de propagación de la luz todavía estaba sin decidir, aunque los diferentes filósofos habían tomado partido sobre la base de argumentos puramente especulativos o de experiencias que no son concluyentes. Aquí no podemos reseñar esas cuestiones, que atraviesan toda la historia de la óptica desde los antiguos griegos. En ese momento, la mayoría se inclinaba a favor de la hipótesis de la ‘propagación instantánea’ de la luz, mientras que unos pocos sostenían la hipótesis de la ‘propagación sucesiva’, como se decía en el lenguaje de la época. Dos de los más importantes científicos de la primera mitad de ese siglo, Johannes Kepler y René Descartes, habían sostenido que la propagación de la luz era instantánea y que, por consiguiente, su velocidad era infinita. El prestigio de la física de Descartes, la más importante antes de Isaac Newton, había convencido a la mayor parte de los científicos de la Europa continental. Nadie había hecho, sin embargo, un experimento para comprobar si había alguna evidencia en contra de esta hipótesis.
Galileo era uno de los pocos que no estaba convencido de que la luz se propagara de manera instantánea. Antes había habido otros, como el filósofo del siglo XIII Roger Bacon, que habían presentado argumentos a favor de la hipótesis de que la velocidad de la luz era finita. Por ejemplo, se argumentó que si la luz era un cuerpo, un agregado de partículas, no podría moverse con una velocidad infinita, ya que ningún cuerpo lo hace, como lo muestra la experiencia. Este argumento, en realidad, complicaba más las cosas, ya que nadie podía probar que la luz fuera un cuerpo, ni tampoco que los cuerpos no pudieran alcanzar una velocidad infinita. Galileo, mostrando el espíritu experimentalista que caracterizó, al menos en parte, a la revolución científica del siglo XVII, pensó que la cuestión no podía resolverse mediante argumentos sino por medio de la experiencia. En su última gran obra, los Discorsi e dimostrazione matematiche intorno a due nuove science, publicada en 1638, afirmó haber realizado un experimento que siempre se ha considerado el primer intento para medir la velocidad de la luz. Pretendió determinar, mediante lo que hoy llamamos un experimento controlado, si la luz tarda algún tiempo en propagarse a través de un distancia relativamente larga. Lo describió en los siguientes términos. Dos hombres provistos de una lámpara cada uno se colocan a una corta distancia e intercambian señales tapando y destapando las lámparas de manera sincronizada. Luego, se alejan a una distancia de dos o tres millas y, volviendo de noche a hacer la misma experiencia van observando atentamente si sus respectivos encendidos y apagados siguen el mismo tenor que cuando estaban cercanos. Si lo siguen, se podrá concluir con bastante seguridad que la expansión de la luz es instantánea, ya que si esta necesitara tiempo en una lejanía de 3 millas, que suman 6 por la ida de una luz y la vuelta de la otra, la demora debería ser bien observable. Y cuando se quisiera hacer estas observaciones a una distancia mayor, de 8 o 10 millas, podríamos servirnos del telescopio…
No sabemos cuándo tuvo lugar el experimento, ni tampoco si realmente fue realizado. Muchos historiadores de la ciencia, siguiendo las ideas de Alexandre Koyré, pensaron que todos los experimentos que Galileo relató en sus obras fueron experimentos mentales y no reales. Actualmente, esa tesis no tiene el apoyo de los especialistas, como Stillman Drake, ya que hay evidencia de que al menos algunos experimentos fueron reales, aunque no podemos datarlos con precisión ni estar seguros de si fueron tal como los describió. La evidencia no es abundante, pero se han encontrado manuscritos inéditos que contienen diagramas y listas de números que, claramente, representan el resultado de mediciones.
Galileo explicó así el resultado negativo de su experimento:
En verdad, no lo he experimentado excepto en distancias pequeñas, es decir, de menos de una milla, por lo cual no he podido asegurarme de si la aparición de la luz opuesta es instantánea; pero, si no es instantánea, al menos es velocísima, e incluso diría momentánea.
Retrospectivamente, ahora que conocemos cuán alta es la velocidad de la luz (exactamente 299.972.458 metros por segundo), sabemos que no podría haber obtenido un resultado positivo, es decir, alguna demora entre las señales luminosas, incluso sobre distancias muy grandes. Para que hubiera una demora perceptible, digamos de una décima de segundo, se habría necesitado alejar las dos lámparas a una distancia de casi 15.000 kilómetros, algo que era imposible sobre la superficie de la Tierra, aunque se usaran telescopios, como los que el propio Galileo había inventado. Por otra parte, sin el empleo de algún reloj de precisión que permitiera medir centésimas o milésimas de segundo, la distancia no puede disminuirse de manera significativa, ya que la percepción humana tiene un umbral y no es capaz de detectar procesos físicos que ocurran en intervalos menores que una vigésima parte de segundo. Por consiguiente, un experimento como el que describió Galileo no tenía en la práctica posibilidades de éxito. A menos que se emplearan espejos… algo que a Galileo tampoco se le ocurrió hacer. De hecho, el uso combinado de un espejo, un telescopio y un mecanismo de precisión para medir tiempos muy pequeños le permitió a Armand Fizeau realizar la primera medición terrestre de la velocidad de la luz, pero ello ocurrió recién en 1849.
Un análisis epistemológico del experimento de Galileo
Aunque el experimento de Galileo tuvo un resultado negativo, es altamente significativo desde un punto de vista epistemológico. En efecto, conforma uno de los primeros experimentos cruciales de los que se tiene noticia en la historia de la ciencia. De hecho, es contemporáneo con la noción misma de experimento crucial, propuesta por Francis Bacon en su Novum Organum de 1620 (a pesar de que el propio Bacon no empleó este término, sino el de instantia crucis, que literalmente significa ‘instancia de la cruz’, interpretado también como ‘cruce de caminos, encrucijada’).
Un experimento crucial es un tipo particular de experiencia que se propone contrastar simultáneamente dos (o más) hipótesis o teorías rivales. Se llaman rivales las hipótesis que no pueden ser simultáneamente verdaderas, aunque en algunos casos puedan ser ambas falsas. Las hipótesis de la propagación instantánea y la de la propagación sucesiva de la luz son, evidentemente, hipótesis rivales. La primera implica que la velocidad de la luz es infinita, mientras que la segunda implica que la velocidad es finita. Es obvio que no pueden ser ambas verdaderas. Además, no pueden ser ambas falsas, por lo cual si una de ellas es verdadera, la otra necesariamente es falsa. Esta clase de enunciados se llaman contradictorios. También hay hipótesis rivales que pueden ser ambas falsas, por ejemplo, que la forma de la Tierra es esférica y que la forma de la Tierra es cúbica son hipótesis que no pueden ser ambas verdaderas, pero bien pueden ser ambas falsas ya que la Tierra podría tener cualquier otra forma. No se sigue, entonces, que si una de ellas es verdadera la otra es falsa. Se dice, entonces, que son enunciados contrarios.
En un experimento crucial el objetivo es encontrar un resultado tal que una de las dos hipótesis rivales resulte confirmada y la otra no. En el caso especial de que las dos hipótesis en cuestión sean contradictorias, si una de ellas resulta verificada, la otra quedará refutada, es decir, se habrá probado que una de ellas es verdadera y la otra es falsa. El experimento crucial consiste en poner a prueba dos predicciones diferentes, que se llaman predicciones rivales. Estas, usualmente, afirman que, dadas ciertas condiciones iniciales (como las de un experimento), se producirá un determinado evento observable, o bien no se producirá tal evento, o bien se producirá otro evento incompatible con este. Por ejemplo, en el experimento de Galileo, la hipótesis de la propagación sucesiva de la luz permite deducir la predicción de que en el intercambio de señales con las lámparas (que son las condiciones iniciales del experimento) se producirá una demora entre la emisión y la recepción de la luz (que es un evento observable). La hipótesis de la propagación instantánea, por su parte, predice que en esas mismas condiciones no se producirá ninguna demora entre la emisión y la recepción. La realización del experimento crucial consiste en producir las condiciones iniciales y comprobar qué ocurre, es decir, cuál es el evento que se observa (o no se observa).
Un experimento crucial resulta exitoso cuando el resultado obtenido permite confirmar una de las hipótesis o teorías rivales y refutar la otra. En el experimento de Galileo, esta situación se habría producido si se hubiera observado alguna demora en el intercambio de señales luminosas. En tal caso, la hipótesis de la propagación sucesiva habría sido confirmada y la hipótesis de la propagación instantánea habría sido refutada. El resultado negativo que obtuvo Galileo, en cambio, no permite refutar ninguna de las dos hipótesis rivales, ya que resulta compatible con ambas. En efecto, a pesar de lo que parece haber pensado Galileo, el hecho de que no se observe una demora en las señales no implica que la velocidad sea infinita, sino solamente que es más alta que un determinado umbral calculable. En el experimento de Galileo, si la distancia fue de una milla (aproximadamente 1600 metros) y establecemos que el umbral de la percepción humana es de 1/20 segundos, el resultado negativo del experimento solo prueba que la velocidad de la luz es tal que recorre dos millas (el camino de ida y vuelta) en menos de la vigésima parte de un segundo. Esta sería una velocidad de al menos 64 kilómetros por segundo, muy alta a escala humana, pero muy baja comparada con la velocidad de la luz tal como la conocemos. Si se duplicara la distancia entre las lámparas, también se duplicaría la velocidad mínima de la luz que resulta compatible con el resultado negativo del experimento, y así sucesivamente. De esta manera, ningún resultado negativo en el experimento de Galileo podría confirmar la hipótesis de que la velocidad de la luz es infinita, ni tampoco refutar la hipótesis de que la velocidad de la luz es finita.
Otros experimentos posibles
Consideremos ahora otro experimento posible, que no es más que un refinamiento del de Galileo. Se coloca un espejo a una determinada distancia, relativamente grande, por ejemplo, la cima de una montaña lejana. Desde la cima de otra montaña un científico envía un rayo láser (o una señal de radar) y lo hace rebotar en el espejo, al que observa con un telescopio, como había sugerido el propio Galileo. El rayo se refleja y vuelve al punto de emisión donde hay un detector dotado de un reloj muy preciso que puede medir intervalos de tiempo muy pequeños. Supongamos que la distancia entre las montañas sea de 100 kilómetros y el reloj sea capaz de medir un retardo de una milésima de segundo entre la emisión y la recepción de la luz. Si el resultado del experimento es negativo, esto es, si el reloj no mide ninguna demora, lo único que puede concluirse es que la velocidad de la luz es mayor que la que se requeriría para hacer el camino de ida y vuelta al espejo en un tiempo menor que una milésima de segundo (esto es, la luz recorre 200 kilómetros en 1/1000 segundos, por tanto, tiene una velocidad mínima de 200.000 kilómetros por segundo). De hecho, si se hiciera el experimento, habría una demora de 1/1500 segundos, por lo que el reloj no podría detectarla.
Hay dos manera de mejorar el experimento: aumentar la distancia al espejo o incrementar la precisión del reloj en el detector. Supongamos que el espejo se coloca sobre la superficie de la Luna (que está a una distancia media de 384.400 kilómetros de la Tierra) y se construye un nuevo reloj capaz de medir intervalos de tiempo de una diezmilésima de segundo. Todo esto es técnicamente posible en nuestros días. Si el experimento volviera a dar un resultado negativo, tampoco podría concluirse que la velocidad de la luz es infinita, sino solo que es mayor que 7.688.000.000 kilómetros por segundo, una velocidad muy alta, por cierto, pero no infinita.
Podríamos aumentar indefinidamente la distancia al espejo y mejorar indefinidamente la precisión del reloj, pero aun así nunca podríamos confirmar la hipótesis de que la velocidad de la luz es infinita. En cualquier experimento concebible, aunque no sea posible realizarlo en la práctica, la distancia al espejo será finita y la precisión del reloj también lo será. Por consiguiente, un resultado negativo no será capaz de decidir entre las dos hipótesis rivales que estamos considerando, ya que siempre será compatible con una velocidad finita para la luz. Habría dos maneras de confirmar la hipótesis de que la velocidad de la luz es infinita: una sería realizar el experimento sobre una distancia infinita, y la otra sería emplear un reloj de precisión infinita, esto es, que pudiera medir intervalos infinitamente pequeños. Ambas cosas son imposibles por principio, por lo que tal experimento no es realizable.
Consideremos ahora una versión más refinada del experimento (que me propuso Marcelo Leonardo Levinas cuando discutíamos este tema). En vez de reflejar la luz en un espejo, sería posible hacerla recorrer muchas veces un circuito cerrado. De esta manera, la distancia recorrida se incrementaría indefinidamente. El experimento podría hacerse, entonces, enviando un pulso de luz muy breve, como el flash de una cámara fotográfica, a través de una fibra óptica que, para pensar en grande, podemos imaginar que rodeara toda la Tierra (por lo que tendría una circunferencia de 40.076 kilómetros, en el ecuador). El pulso de luz daría vueltas indefinidamente alrededor de la Tierra, mientras que en el laboratorio podría medirse fácilmente si hay una demora en recibirlo luego de una, dos o cualquier número de vueltas. Pero esto tampoco permitiría confirmar que la velocidad de la luz es infinita. Para ello sería necesario observar el paso de la luz durante un tiempo infinito sin detectar ningún retardo.
La conclusión de todo este análisis es que la hipótesis de que la velocidad de la luz es infinita no es verificable, al menos de manera aislada, por medio de ninguna experiencia. Se sigue de ello que la hipótesis de que la velocidad de la luz es finita, por su parte, tampoco es refutable por ninguna experiencia, pues, dado que esta es la negación de la primera, su refutación implicaría la verificación de la velocidad infinita. Parece sorprendente, pero si, en efecto, la luz se propagara de manera instantánea, no podríamos saberlo por medio de ningún experimento del tipo de los que concibió Galileo.