Todos los animales han desarrollado mecanismos que les permiten comunicarse con otros miembros de su especie. Las aves se valen de cantos que atraen parejas; los primates, de vocalizaciones que advierten sobre amenazas; los delfines, de silbidos que les permiten identificar a sus congéneres… Estos sistemas presentan diversos niveles de complejidad, pero, hasta donde intuimos, ninguno se acerca a la sofisticación y riqueza del lenguaje humano. No está del todo claro qué particularidades favorecieron la aparición y el desarrollo de este sistema, aunque se han establecido algunos cambios evolutivos fundamentales. Entre ellos contamos el descenso de la laringe, la retracción de la lengua y, por supuesto, diversas especializaciones cerebrales. De ahí que el lenguaje no solo haya cautivado a filósofos, antropólogos, lingüistas y sociólogos, sino también a neurólogos, neuropsicólogos y neurocientíficos.
Las concepciones neurológicas del lenguaje comenzaron a consolidarse a mediados del siglo XIX, con los trabajos pioneros de Paul Broca y Carl Wernicke. A ellos debemos el surgimiento del ‘modelo clásico’, que relaciona nuestras facultades lingüísticas con áreas frontales y temporales del hemisferio izquierdo, conocidas como regiones perisilvianas dado que se ubican en torno a una hendidura llamada cisura de Silvio.
Con el paso del tiempo, múltiples investigadores refinaron y profundizaron...
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