Historia y memoria de la fiebre amarilla en la Argentina

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Itinerarios, bifurcaciones y atajos

Itinerarios

En enero de 1871, con los primeros casos de fiebre en el sur de la ciudad de Buenos Aires, comienza una escalada de casos y defunciones que, con su pico en abril, finalizaría a principios de julio de ese mismo año. Las cifras son contundentes: 13.641 muertes para una ciudad que tenía un promedio de 5.000 defunciones anuales. Sin embargo, el drama humanitario no se debió solo al dramático número de fallecidos. La escasez de médicos, insumos y alimentos provocó que las necesidades básicas de gran parte de la población no fueran satisfechas. Gran parte de la población optó por las medidas habituales, principalmente huyendo a localidades vecinas. La ciudad, transformada en sus formas de sociabilidad y espacios compartidos, se tiñó durante esos meses de un tono lúgubre.

En este escenario, las instituciones de salud y de gobierno tomaron medidas excepcionales. La Municipalidad de la ciudad creó comisiones parroquiales para abastecer a los ‘enfermos y menesterosos’, y así (junto al apoyo de otras organizaciones civiles) se combatió la peste. Entre las medidas más importantes, la ciudad fue autorizada a comprar un terreno en la Chacarita e instalar ahí un cementerio laico para toda la ciudad, un ‘enterratorio general’, tal como se le decía entonces.

Este es el escenario que nos muestran las fuentes históricas: una ciudad en necesidad y desprovista de herramientas técnicas y médicas para combatir el flagelo (el mosquito como vector será descubierto y revalidado por la comunidad internacional recién a comienzos del siglo XX) hizo lo que pudo para contener esa tragedia. Sin embargo, como sabemos, muchas veces existe una disociación entre la historia y la memoria.

¿DE QUÉ SE TRATA?
La historia de la fiebre amarilla muestra cómo en ocasiones la memoria histórica está disociada de los hechos.

Atajos y bifurcaciones de la memoria

Al salir del mundo de las fuentes documentales, de la metodología y de las hipótesis de investigación se ingresa se ingresa en un escenario diferente. Analizaremos aquí dos imágenes paradigmáticas que han sobrevivido en la memoria colectiva y que la historia, en cuanto disciplina, no puede afirmar, e incluso puede llegar a negar. 

La primera de ellas señala que, debido a la epidemia y a la alta mortalidad, una parte significativa de la población emigró del sur al norte de la ciudad. A partir de entonces, la zona norte se habría convertido en un lugar exclusivo de las elites, reconfigurando la distribución espacial y demográfica de la ciudad, nada menos.  Sin embargo, no existe evidencia empírica suficiente como para ratificar esta afirmación desde un punto de vista histórico; todo indica más bien que el patrón de distribución poblacional no cambió.

Carolina Maglioni y Fernando Stratta han demostrado que la fractura entre el norte y el sur de la ciudad no ocurrió por la epidemia, así como tampoco ocurrió un ‘shock demográfico’, es decir, un descenso dramático en las tasas de natalidad prolongado en el tiempo. En realidad, hacia 1872 y los años inmediatamente posteriores, los patrones de mortalidad y natalidad parecen recuperarse sin grandes cambios. Adrian Gorelik también afirma que la explicación ‘higienista’ de la mudanza de las clases altas al norte de la ciudad es recurrente pero al mismo tiempo falsa. Para Gorelik, estos ‘significados sutiles del linaje domiciliar’, esta ‘reterritorialización de los prestigios’, son un movimiento del que participan pocos entendidos, y tiene lugar en las décadas de 1880 y 1890. Esto sucede paralelamente a la masificación de los nuevos procesos de ocupación urbana, un proceso conflictivo en el que las elites verán diluirse su protagonismo histórico en el nuevo escenario de la inmigración ultramarina de carácter masivo.

La segunda imagen a revisar es aquella que liga a la epidemia con el descenso demográfico de la población afroamericana. Esta dinámica habría supuesto la desaparición del componente afroamericano, produciéndose así una suerte de ‘blanqueamiento’ poblacional. Maglioni y Stratta nos muestran, nuevamente, que los patrones de inmigración continuaron con sus cifras previas a 1871. No obstante, es preciso prestar atención a Hernán Otero y Claudia Daniel, abocados a estudiar la conformación del ‘pensamiento censal’ (en palabras de Otero), es decir, cómo se formó una profesión dedicada a la estadística y el registro de las características de sus habitantes. Esta actividad no se preocupaba por establecer un registro específico de la población afroporteña, por lo cual los registros de la época no lo contemplan, haciendo casi imposible identificar a este grupo étnico en particular en los registros. El concepto de población definido para esos años no incluía información sobre la población indígena ni cualquier referencia a diversidades étnicas. De manera que, en otras palabras, es difícil asegurar que la población afroporteña haya desaparecido ‘por la epidemia’. En el mejor de los casos, solo podemos asegurar que no hay registros de este grupo y que por ello no podemos afirmar necesariamente un cambio demográfico de ese impacto.

La revisión de ambos supuestos no proviene solamente de la necesidad de contextualizarlos, sino también de presentarlos como dos ejemplos paradigmáticos de memorias muy activas disociadas de la evidencia histórica, ancladas en otros registros, fundamentalmente en la memoria oral. Para analizar estas memorias, son interesantes los escritos de Michael Pollak sobre memoria e historia, ya que nos ayudan a dimensionar mejor este proceso tan particular que ocurre con la fiebre amarilla. Pollak indica que identidad, memoria y experiencia son tres categorías interrelacionadas. Así, las experiencias límite son grandes momentos en los cuales forjar recuerdos, y estas experiencias pueden volverse memorias públicas si se dan algunas condiciones. Además, para el caso que nos convoca, la epidemia opera de una manera muy particular para definir la historia y la identidad de la ciudad de Buenos Aires. Por los vínculos que conocemos entre la ciudad y la Nación, esta operación no solo contribuye a crear identidad para los porteños sino también sumarse a los discursos sobre la nacionalidad argentina. Pollak también utiliza el concepto de ‘trabajo de encuadramiento de la memoria’, es decir, la conformación de una memoria específica, que selecciona eventos y actores, prioriza discursos y los reproduce a lo largo del tiempo.

Historia y memoria de la fiebre amarilla en la Argentina Itinerarios, bifurcaciones y atajos
Monumento a los caídos combatiendo la fiebre amarilla, ubicado en el parque Ameghino (ciudad de Buenos Aires). Nótese que debajo de la estatua que corona el monumento se replica en bajorrelieve el cuadro del artista Juan Manuel Blanes Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires.
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Respecto de la migración del norte al sur y la desaparición de los afroporteños, en general ambos supuestos aparecen en el registro oral pero no tanto en el escrito. Surge así una memoria colectiva, transmitida de boca en boca, que tiene, por momentos, casi tanta fuerza como la memoria institucionalizada en escritos e investigaciones, creada por los historiadores. Esta memoria de boca en boca se encuentra, por ejemplo, en los guías turísticos, periodistas, libreros, divulgadores de historia e incluso en historiadores. En todos los casos parecen originarse en recuerdos individuales que recuperan esas experiencias pero que surgen desde lo subterráneo para proponerse institucionalizados en el marco difuso de la memoria oral, sin plan previo.

¿Por qué, entonces, nuestros dos ejemplos consiguen sobrevivir a los libros y a las investigaciones? Pueden pensarse dos aspectos. En primer lugar, los cementerios de la ciudad cumplen una parte importante en la construcción de este fenómeno de memoria colectiva. Funcionan como ‘monumentos testigo’ de estos cambios, ayudando a crear esta distorsión con la evidencia histórica.  Chacarita es el cementerio que se alimentó de miles de cadáveres de la epidemia. Al menos esa es la forma en que usualmente se lo recuerda porque fue inaugurado durante la epidemia para dar entierro a los caídos por la fiebre. Sin embargo, el cementerio fue abierto casi en la mitad de la epidemia, y muchos de los muertos (casi la mitad) estaban enterrados en un cementerio hoy olvidado: el cementerio del Sud, ubicado en el actual parque Ameghino. También lo es el cementerio de Recoleta, ya que su ubicación en el norte de la ciudad parece marcar un espacio cardinal específico, caracterizado por el consumo conspicuo y por ser residencia de grandes nombres y familias de la ciudad. Así, la Recoleta en el norte y la Chacarita en el oeste parecen ser evidencia de una transformación espacial de la ciudad, evidencia tangible y concreta del saldo que dejó la fiebre amarilla en nuestra ciudad. No obstante, ni Chacarita ni Recoleta eran lo que son hoy para 1871. El actual parque Los Andes, contiguo al cementerio de Chacarita, fue el destino inicial de los cadáveres de la fiebre. Para 1871, Recoleta era un cementerio buscado por las familias conspicuas pero también por cualquier otro habitante que quisiera que sus huesos descansaran en el cementerio más viejo de la ciudad (fue fundado en 1820). De manera que la historia de la ciudad y los ‘monumentos testigos’ como Chacarita y Recoleta ayudan a crear estas representaciones de ‘un antes y un después’ producidos por la epidemia de 1871.

Por otra parte, existe una identidad de la ciudad de Buenos Aires que se cruza con un período muy particular: las décadas de 1860-1870. Estas décadas tienen la particularidad de ser un escenario muy activo en materia de cambios institucionales, políticos y sociales, pero aún no habían acontecido dos fenómenos decisivos: la federalización de Buenos Aires y el intenso ciclo migratorio italiano y español. Ambos factores (federalización e inmigración masiva) suelen dejar con un tono opaco y difuso los años previos a 1880, y creo que inciden en esta particular forma de recordar la fiebre amarilla de 1871. 

De esta manera, es posible que el año 1871 simplemente no encaje en esta imagen y se le otorguen características que nunca tuvo. Se le modifican patrones de asentamiento y se cambia la composición social y étnica de los habitantes, preparando así el terreno para los grandes cambios que sí ocurrieron entre 1880 y 1910. Los monumentos son también decisivos para traccionar y condensar memoria. Hemos visto que los cementerios de la ciudad funcionan en este registro, más que el monumento erigido en el parque Ameghino, creado para homenajear a los que combatieron la fiebre de 1871. Un último monumento, inesperado quizá, opera en ese sentido. Nos referimos al cuadro de Juan Manuel Blanes, creado durante los meses de la epidemia, catalogado y definido como obra de un realismo tal que ‘la imagen desaparece y estamos en esa habitación’.

Quizá de esto se trate la relación entre historia y memoria de una epidemia: la historia indagando el pasado con metodología y rigor científicos, y la memoria completando y afirmando valores que nuestra sociedad necesita para darle sentido al presente. 

LECTURAS SUGERIDAS

ARMUS D, 2007, La ciudad impura: salud, tuberculosis y cultura en Buenos Aires, 1870-1950, Edhasa, Buenos Aires.

FIQUEPRON M, 2020, Morir en las grandes pestes: las epidemias de cólera y fiebre amarilla en la Buenos Aires del siglo XIX, Siglo XXI-Asociación Argentina de Investigadores en Historia, Buenos Aires.

GORELIK A, 2010, La grilla y el parque: espacio público y cultura urbana en Buenos Aires 1887-1936, Universidad Nacional de Quilmes, Bernal.

MAGLIONI C y F STRATTA, 2009, ‘Impresiones profundas: una mirada sobre la epidemia de fiebre amarilla en Buenos Aires’, Población de Buenos Aires, 6 (9): 7-19.

OTERO H, 2007, ‘El concepto de población en el sistema estadístico nacional’, en Torrado S (comp.), Población y bienestar en la Argentina del primero al segundo centenario: una historia social del siglo XX, Edhasa, Buenos Aires.

POLLAK M, 2006, Memoria, olvido, silencio: la producción social de identidades frente a situaciones límite, Al Margen, La Plata.

Doctor en ciencias sociales, Instituto de Desarrollo Económico y Social, Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS).
Docente en la UNGS y en la Universidad Nacional Arturo Jauretche (UNAJ).
Investigador asistente del Conicet.

Maximiliano R. Fiquepron
Doctor en ciencias sociales, Instituto de Desarrollo Económico y Social, Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS). Docente en la UNGS y en la Universidad Nacional Arturo Jauretche (UNAJ). Investigador asistente del Conicet.

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