Abrir la ciencia para potenciar su impacto

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El 10 de enero de 2020, solo diez días después de los primeros casos reportados de coronavirus, científicos de China y Australia ya habían descifrado y depositado la secuencia genética del genoma del virus causante de la COVID-19 en GenBank, un repositorio abierto de datos genómicos. La posibilidad de acceder al genoma de forma abierta y gratuita permitió que científicos de todo el mundo pudieran comenzar a estudiar el virus y, en consecuencia, a diseñar vacunas. El 22 de enero, científicos estadounidenses utilizaron la información del genoma para demostrar que este virus guardaba similitudes con el que había causado la epidemia que afectó a más de 26 países entre 2002 y 2003, el SARS-CoV-1 (siglas que obedecen a Severe Acute Respiratory Syndrome, síndrome respiratorio agudo severo), y en consecuencia, se lo denominó SARS-CoV-2. Estos resultados fueron publicados en BioRxiv, un repositorio de manuscritos científicos que los publica con acceso abierto y previamente a su evaluación por pares. Al mismo tiempo, el Centro de Sistemas de Ciencia e Ingeniería de la Johns Hopkins University utilizó bases de datos abiertas para construir un mapa online que rastrea la dispersión diaria del virus. Pronto, grupos de científicos empezaron a compartir en plataformas como Slack y Twitter información sobre nuevas publicaciones y datos sobre el Sars-CoV-2. Y, al mismo tiempo, la fundación Wellcome Trust (una de las más importantes organizaciones dedicada a financiar la investigación) y otras asociaciones científicas hicieron llamados a disponer en acceso abierto las publicaciones científicas centradas en COVID-19 y acelerar el proceso de revisión de pares, para prevenir la diseminación de la enfermedad y acelerar la búsqueda de soluciones. Muchas de las revistas científicas, incluyendo las más prestigiosas como Nature, hicieron lo propio.

¿DE QUÉ SE TRATA?
Las tecnologías digitales y la disponibilidad de información han modificado la comunicación de la ciencia y el proceso de creación de conocimiento.

En esta situación de pandemia, que está sacudiendo a las instituciones políticas y económicas a escala global, la producción y gobernanza de la ciencia también vive su momento de cambio. La ciencia abierta paulatinamente deja de ser vista como un nicho –limitado a unas pocas disciplinas y/o especialistas– y comienza a considerarse a nivel personal e institucional como el conjunto de las herramientas y prácticas imprescindibles para diseñar el futuro de la sociedad. La urgencia por responder rápido y bien acelera la adopción de prácticas de apertura, que ya habían sido planteadas con anterioridad, pero que en la coyuntura de hoy se vuelven imprescindibles.
Obviamente, como todo proceso de cambio, la apertura de la ciencia todavía provoca temores e incertidumbre sobre la evaluación del desempeño de los investigadores, el reconocimiento de autorías y las formas de apropiación social del conocimiento científico. Todas estas dudas son relevantes y atendibles, pero se parecen mucho al árbol que tapa el bosque. En el fondo, lejos de representar una ruptura con las prácticas tradicionales, la ciencia abierta profundiza el ethos (carácter) comunitario y universal de la ciencia que proponía Robert Merton.
Para comprender cómo funciona la ciencia abierta es necesario revisar cómo cambian tres características clave de la investigación: el carácter público, el carácter participativo y el carácter productivo o eficiente. Vayamos por partes en orden de importancia.

¿Como se da a conocer una investigación?
Si hay algo que caracteriza a la ciencia moderna es el carácter público del conocimiento que produce. Como dice la frase, ‘la ciencia que no se comunica no existe’. La publicación de resultados experimentales durante la Ilustración permitió distinguir a los ‘filósofos naturales’ (todavía no se los llamaba científicos) de los alquimistas, los que trabajaban en secreto. En la modernidad, las publicaciones cumplen un doble papel. Por un lado, una vez que el conocimiento está publicado pasa a formar parte del acervo de conocimiento común sobre el que otros podrán apoyarse para seguir avanzando. Por el otro, la publicación motoriza la carrera y competencia entre científicos, ya que el sistema favorece la creación de conocimiento mediante la obtención de resultados ‘originales’.
Hasta fines del siglo XX, la imprenta gráfica era prácticamente la única tecnología disponible para hacer publicaciones y el formato dominante eran las revistas. Las revistas podían publicar el texto de los artículos científicos y eventualmente algunos gráficos e imágenes. Pero toda una panoplia de información, incluyendo los datos, los cuadernos de laboratorio, los proyectos y las evaluaciones de pares, no se publicaban y con suerte quedaban archivados en alguna biblioteca. Poco de ese conocimiento se compartía y por lo tanto no se podía reutilizar.
La era digital permitió bajar los costos de publicación, distribución y reproducción de libros, revistas, música y video; la información científica no resultó ajena a este proceso. Desde entonces florecieron toda una serie de formatos de publicación que exceden a las revistas científicas. Tomemos por ejemplo a los pre-prints (manuscritos publicados previo a la revisión por pares) que cumplen un papel destacado en la crisis por COVID-19. Su origen se remonta a 1991 cuando se creó el repositorio de manuscritos del Laboratorio Nacional de Los Álamos (Estados Unidos), una iniciativa propia de este laboratorio para ayudar a diseminar el conocimiento generado en él y financiado por fondos federales. Al principio estaba orientado a investigadores en física, pero pronto se incluyeron también borradores de otras disciplinas como matemática, astronomía y ciencias de la computación. En 1999 el sitio adoptó el nombre de Arxiv y en 2001 pasó a ser alojado por la Universidad Cornell. Arxiv ahora dispone de más de 1.800.000 trabajos.
El objetivo de los pre-prints es evitar el largo proceso de revisión y publicación del sistema tradicional de revistas. En cierta forma, los pre-prints son artículos in the making: aceleran la difusión del conocimiento antes de la revisión por pares y la publicación formal. Mientras que en una revista convencional el proceso de evaluación y edición puede demorar entre cuatro meses y un año, la publicación de pre-prints es autogestionada y casi inmediata. Además, en ciertos sistemas los pre-prints están abiertos a comentarios y a compartir por redes sociales, e incluso se pueden modificar, creando nuevas versiones mientras que las originales permanecen disponibles. Esto permite seguir la evolución de los trabajos y por lo tanto aprender de sus modificaciones. Por último, son de acceso libre, no hay que pagar para obtenerlos y le ofrecen a los autores un DOI (del inglés Digital Object Identifier), con el que pueden certificar la existencia de ese manuscrito. Esto representa un fuerte contraste con las revistas científicas tradicionales que pueden llegar a cobrar sumas considerables por la publicación de un artículo al autor, y a su vez, también exigen un pago al lector interesado (ver recuadro más abajo).
A pesar de su dinamismo, los pre-prints no reemplazan a las publicaciones tradicionales: la evaluación por pares que se realiza como paso previo a la publicación formal estima la solidez y calidad del trabajo, y muchas veces resulta en una mejora de él, con sugerencias de ampliación o profundización. Este proceso le da a la publicación tradicional un valor fundamental, no solo de prestigio sino también frente a entes financiadores o para la carrera de los investigadores. Sin embargo, como muestra la pandemia, la información que proveen los pre-prints es una fuente invalorable de conocimiento para contrastar hipótesis y conocer las líneas de trabajo de otros laboratorios sin esperar los tiempos, a veces cansinos, de las revistas.
El uso de pre-prints y otras herramientas que no describimos aquí –como datos abiertos, cuadernos abiertos de laboratorio, software abierto y evaluación de pares abierta– permite avizorar un futuro diferente para las publicaciones científicas. De un medio exclusivo para dar cuenta de los resultados de investigación –constreñido por las reglas editoriales y el límite de la extensión en palabras– la publicación podría comenzar a establecerse como un espacio dinámico, que puede ser enriquecido por la evaluación, las citaciones, las correcciones y los aportes que otros científicos y actores sociales puedan realizar. En cierto sentido, los pre-prints se parecen –en su dinamismo– más a Wikipedia o a la producción de software que a las publicaciones tradicionales. Con el acceso abierto a los elementos de evaluación y reporte de la investigación, los científicos muestran el avance de la investigación, lo que contribuye a transparentar y democratizar el proceso de producción de conocimiento científico. También, al compartir datos y herramientas de análisis, como los códigos fuente de software utilizado, se crea un capital instrumental colectivo que acelera la producción de nuevo conocimiento. A mayor acceso, mayor es la posibilidad de que otros actores reutilicen todos los resultados intermedios y finales de la investigación de alguna forma. La apertura de las publicaciones significa también una invitación a ser parte de la ciencia. Esto nos lleva al segundo punto clave de la ciencia abierta: la participación.


REVISTAS CIENTÍFICAS: UN NEGOCIO EN TRANSFORMACIÓN

En junio de 2020, el MIT anunció la ruptura de las negociaciones que venía manteniendo para renovar las suscripciones a revistas de Elsevier, el mayor grupo editorial científico del mundo. La universidad señaló que rompía las negociaciones porque las propuestas de Elsevier no se ajustaban a los lineamientos adoptados por la institución para la contratación con editoriales. La decisión del MIT se suma a otros casos resonantes, como las rupturas de los acuerdos con Elsevier por parte de la Universidad de California y de la Universidad del Estado de Nueva York, o la firma de acuerdos de publicación y lectura de Springer con Projekt Deal –el consorcio de las bibliotecas de las instituciones científicas alemanas– y con la Universidad de California.
Desde el lanzamiento en octubre de 2018 del Plan S por parte de una coalición de agencias de financiamiento europeas y de dos grandes organizaciones filantrópicas –Gates Foundation y Wellcome Trust– y de los nuevos criterios adoptados por consorcios de bibliotecas para negociar contratos con las editoriales, el panorama del sistema de revistas científicas ha comenzado a cambiar. Es todavía temprano para estimar el alcance de los cambios, pero no hay duda de que las relaciones entre editoriales, bibliotecas y agencias de financiamiento de la investigación ya han sufrido modificaciones sustanciales.
¿Qué es lo que se está discutiendo? Básicamente, lo que está en cuestión en estas iniciativas es el modo de financiamiento de las revistas científicas e, indirectamente, su precio o, más precisamente, la capacidad de las editoriales científicas de fijar el precio. Hasta ahora, hay tres modos principales para financiar las revistas científicas. El predominante es el financiamiento por los propios lectores, por suscripción de revistas o de paquetes de revistas. Bajo este modo de financiamiento se concentra el mayor porcentaje del mercado de publicaciones (alrededor de 10.000 millones de dólares). Cuatro grandes conglomerados editoriales –Elsevier, Springer Nature, Taylor & Francis y Wiley– se llevan la mayor parte, representando poco más de la mitad de las revistas indexadas en la Web of Science y más del 70% de la facturación. Las suscripciones son contratadas por bibliotecas universitarias o, en algunos casos, por organismos gubernamentales como MINCYT en la Argentina.
Un segundo modo –que creció mucho en la última década– se basa en el pago de cargos por procesamiento de artículos (article processing charges, APC), lo que debe ser abonado por el autor. Hay revistas de acceso abierto y gratuito para su lectura –lo que se denomina acceso dorado–, pero también existen las llamadas revistas híbridas, que son revistas de suscripción que tienen artículos en acceso abierto financiados por el autor mediante APC. Esto significa que la revista híbrida cobra, por un lado, la suscripción, y por otro, al autor por APC para el acceso gratuito a su artículo. Los montos de los APC varían mucho, aun dentro de la misma editorial, y muchas veces correlaciona con el impacto y prestigio de la revista: Elsevier tiene algunas revistas de acceso abierto que cobran menos de 1000 dólares de APC, pero el APC de un artículo en Cell –una revista híbrida– alcanza los 5900 dólares.
Una gran parte de las revistas no se financia por ninguno de estos dos modelos, sino que es sostenida por una institución universitaria o científica que se hace cargo de los costos editoriales. La mayor parte de las revistas que se publican en América Latina entra dentro de esta modalidad.
Las iniciativas de reforma del sistema de revistas científicas tienen una justificación general en la promoción del acceso abierto –básicamente la disponibilidad en línea gratuita y sin restricciones de la producción científica–. Para ello, pueden identificarse dos estrategias diferentes, pero con algunos elementos en común. De manera sintética, el Plan S antes mencionado dispone que las publicaciones que se originen en proyectos financiados por las agencias que forman parte de la Coalición S tienen que estar disponibles en acceso abierto y de manera inmediata (sin los habituales embargos de doce meses), preferiblemente en revistas de acceso dorado –aunque hace lugar temporariamente a las revistas híbridas–, y a un precio razonable y con el copyright en manos de los autores. No se puede publicar en revistas de suscripción y no se pueden pagar precios excesivos de APC.
La otra estrategia es la de las coaliciones de bibliotecas universitarias y científicas. Uno de los factores que explica el ascenso en las últimas dos décadas de los grandes conglomerados editoriales y de sus ganancias ha sido su poder de negociación frente a las bibliotecas. Cualquier biblioteca universitaria aislada negocia en condiciones adversas con cualquiera de los grandes conglomerados. La unificación de criterios y estrategias de negociación entre conjuntos de bibliotecas –como lo muestran los casos de Alemania y de California– ha contribuido a equilibrar el terreno.
El instrumento utilizado por las coaliciones de bibliotecas son los acuerdos de transformación, un nombre que agrupa diferentes tipos de contratos orientados a modificar el modelo de negocios predominante, pasando de las suscripciones al pago por artículo. Entre esos acuerdos, resultan de interés los de ‘publicación y lectura’, que parten de la premisa de que las bibliotecas representan tanto a los lectores como a los autores de sus instituciones. Lo que hacen es unificar en un solo contrato el acceso a todas las publicaciones de la editorial con la que se firma el acuerdo y la publicación en acceso abierto de todos los artículos de los autores afiliados a la institución en las revistas de la editorial. Por ejemplo, en el acuerdo Projekt Deal-Springer, el consorcio paga los APC de todos los artículos de investigadores de las instituciones pertenecientes al consorcio y que han sido aceptados en revistas de Springer. Al mismo tiempo, todos los lectores de esas instituciones tienen acceso a todos los artículos de las revistas de Springer. Las editoriales no miran con simpatía este modelo, que les quita capacidad de negociación y, por consiguiente, de fijar precios. Sin embargo, ya hay más de 110 acuerdos de transformación firmados.
No sabemos aún cuál será la nueva configuración del negocio editorial, en qué medida las líneas de reforma progresarán o se estancarán, cuáles pueden ser sus impactos de mediano plazo sobre la producción científica o cómo afectarán los cambios a los países en desarrollo. Pero lo que resulta claro es que el modo de organización del sistema de revistas científicas, que venía siendo objeto de justificadas críticas desde hace casi dos décadas, está hoy en tensión, y que el horizonte de un acceso más amplio a la producción científica parece más cercano.

LECTURAS SUGERIDAS
news.mit.edu/2020/guided-by-open-access-principles-mit-ends-elsevier-negotiations-0611
esac-initiative.org/about/transformative-agreements/agreement-registry/

Lucas Luchilo
Magíster en política y gestión de la ciencia y la tecnología, UBA.
Investigador y coordinador del área de Educación Superior de Redes (Centro de Estudios de la Ciencia, el Desarrollo y la Educación Superior).

‘No tienes que ser científico para hacer ciencia’
Si la primera ola de internet permitió experimentar con nuevas formas de acceso abierto, las redes sociales digitales han permitido la construcción de prácticas de recolección de datos y análisis que potencian el carácter participativo de la ciencia abierta. Es posible mencionar variados ejemplos y metodologías de participación de ciudadanos y comunidades en la producción de conocimiento científico. Una de las prácticas más extendidas es la ciencia ciudadana, que utiliza la colaboración voluntaria de cientos de personas para recolectar, clasificar y en algunos casos analizar datos e información de interés científico en disciplinas como astronomía, biología y ecología. Se dice que el mismo Charles Darwin, que enviaba aproximadamente cuatrocientas cartas por año solicitando información a personas de todo el Imperio Británico, hacía una suerte de ciencia ciudadana avant la lettre.
Del mismo modo que con las publicaciones, en el caso de la ciencia ciudadana los científicos también dependían de las cartas, los cuadernos de notas y alguna tecnología analógica para recolectar datos y compartirlos. Hoy en día, personas voluntarias de proyectos de ciencia ciudadana pueden participar utilizando herramientas digitales desde su computadora o incluso desde el celular. Así, la ciencia ciudadana puede contribuir a identificar nuevas especies y patrones de migración de aves, clasificar el canto de ballenas y también ayudar a combatir la pandemia de COVID-19. Esto es precisamente lo que intenta hacer el juego online Foldit, un reconocido caso de ciencia ciudadana creado en 2008 por un equipo de investigadores y diseñadores computacionales de la Universidad de Washington.
Foldit es una suerte de Lego biológico que presenta una serie de acertijos para reconstruir estructuras de proteínas, utilizando algunas herramientas de software y sobre la base de proteínas reales bien conocidas. El juego aprovecha la capacidad del cerebro humano para razonar espacialmente y encontrar patrones tridimensionales que simulan la estructura de proteínas. Las personas que logran plegar las proteínas correctamente reciben puntajes y compiten entre sí o en grupos. Los científicos analizan cómo las personas con mayor puntaje resuelven intuitivamente esos acertijos y así pueden mejorar los algoritmos con los que se estudia científicamente la estructura de las proteínas. Uno de los lemas de Foldit es precisamente: ‘No tienes que ser científico para hacer ciencia’. Simplemente, hay que descargar el juego de forma gratuita y seguir las instrucciones. Según Wikipedia, el sitio cuenta con más de 240.000 usuarios registrados.
Como respuesta a la pandemia, Foldit ha lanzado un desafío para identificar proteínas que se peguen a una de las proteínas del SARS-CoV-2 denominada spike (espiga), la que juega un papel clave en el proceso de infección. En ese sentido, estos estudios permiten buscar inhibidores de la acción del virus mediante la interacción con esta proteína. Frente al desafío, los jugadores de Foldit presentaron miles de proteínas potenciales, de las cuales se seleccionaron cien candidatas que serán sintetizadas y testeadas en el Instituto de Desarrollo de Proteínas de la Universidad de Washington.
Todavía no sabemos si los aportes voluntarios de Foldit podrán efectivamente contribuir o no con el diseño de un tratamiento para la COVID-19. Pero, si tomamos en cuenta la experiencia previa de la iniciativa, las posibilidades no son menores.
En 2010, los investigadores de Foldit lanzaron un desafío similar a la comunidad de jugadores, que consistía en resolver una proteína clave en la estructura del virus causante de HIV en monos M-PMV (del inglés Mason-Pfizer monkey virus), un enigma que los científicos estuvieron quince años sin poder resolver. Motivados por este desafío, un grupo de aficionados, denominado The Contenders, logró descifrar su estructura en solo quince días. Su hallazgo fue publicado en coautoría por jugadores y científicos en la revista científica Nature Structural & Molecular Biology.
La utilización de herramientas digitales ha permitido masificar la colaboración ciudadana en proyectos de producción de conocimiento científico. Uno de los casos más masivos de ciencia ciudadana es iNaturalist (una iniciativa de la Academia de Ciencias de California y la National Geographic Society). Esta aplicación es un esfuerzo comunitario donde los usuarios pueden compartir sus observaciones sobre plantas y animales a su alrededor, que ya supera el millón de participantes. La escala de participación en estos proyectos da cuenta del gigantesco interés que existe en el público por contribuir activamente con la producción de conocimiento científico. Al mismo tiempo, a mayor participación del público más datos se pueden recolectar y/o analizar: iNaturist ha llegado a reunir 30 millones de observaciones de más de 245.000 especies diferentes, muchas más que cualquier proyecto de ciencia tradicional. Y esto nos lleva al tercer punto: la eficiencia.

Hacia una ciencia de crecimiento exponencial
Se dice que la ciencia abierta es más eficiente que la ciencia tradicional. Casos como Foldit, iNaturalist y otros ejemplos de ciencia abierta y ciudadana permiten entrever que, con los mismos recursos y más colaboración, los científicos logran resolver los problemas de forma más rápida. Lo interesante es por qué se produce este fenómeno. El punto central es el aumento en la escala y diversidad de la colaboración. La ciencia convencional está diseñada para comunicarse y producirse en espacios limitados –el laboratorio, la universidad, la empresa innovadora– a los que prácticamente solo acceden los científicos. Frente al avance de las tecnologías digitales, el modo de archivar y acceder al conocimiento en la ciencia tradicional se revela como un mundo compartimentalizado: ¿por qué es necesario ir a una biblioteca cuando puedo acceder a las publicaciones online? ¿Por qué solo pueden acceder a los datos los investigadores de un proyecto y no todos los interesados en aportar a la solución del problema?
Por el contrario, el horizonte de la ciencia abierta incluye en principio a toda persona interesada en el conocimiento que disponga de una computadora o teléfono celular y conexión a internet. En el primer modelo, la cantidad de expertos con suerte puede crecer en forma lineal, mientras que en la segunda instancia se abre la posibilidad de generar conocimiento científico de forma exponencial: se pueden escalar por cientos y miles la cantidad de colaboradores. Esa posibilidad pone en acción diferentes mecanismos que aceleran la producción de conocimiento y, por lo tanto, permiten reforzar la búsqueda de eficiencia.
Por un lado, cuando a un grupo amplio de investigadores se les permite la posibilidad de interactuar de forma fluida se amplifica la inteligencia colectiva por la propia oportunidad de poder compartir, validar y descartar ideas, supuestos e hipótesis de investigación de manera inmediata. Un ejemplo de esto es el Proyecto Genoma Humano, para el cual en 1990 veinte organizaciones de todo el mundo se propusieron el objetivo de descifrar el mapa genético humano para compartirlo abiertamente en quince años, y lo lograron en trece.
Por otro lado, la oportunidad de ampliar la diversidad de actores que participan en ciencia genera otros mecanismos, como la posibilidad de que un grupo con habilidades diferentes pueda resolver problemas que ningún actor de ese grupo podría resolver de forma individual, lo que se ha dado a conocer como la sabiduría de las masas.
La apertura suma más decididamente la mirada de actores no científicos que poseen conocimientos técnicos o experienciales y pueden contribuir con nuevas ideas o datos. Los proyectos de ciencia ciudadana demuestran que miles de personas están interesadas en participar en la producción de conocimiento científico. Pero estos proyectos son una gota de agua en el océano de los miles de millones de personas que participan a diario de las redes sociales digitales. Se trata de un gigantesco potencial de colaboración que permanece inexplorado y que podría ser cultivado en beneficio de la humanidad.
El potencial de la ciencia abierta llega justo a tiempo frente a otros desafíos globales que la ciencia viene anunciando desde hace décadas: la crisis climática, la pérdida de biodiversidad y el agotamiento de los recursos naturales. A medida que la investigación científica enfrenta problemas cada vez más complejos y multifacéticos, el aporte de otras disciplinas y saberes se vuelve cada vez más necesario. Por supuesto, estos desafíos no se pueden encarar sin un aumento significativo de la inversión en ciencia y tecnología. ¿Pero tiene sentido realizar estos esfuerzos sin revisar los marcos actuales de gestión del conocimiento? ¿Tiene sentido producir ciencia siguiendo los modelos institucionales del siglo XIX y XX en un mundo de tecnologías digitales y acceso global a la información?
La irrupción de las prácticas de ciencia abierta en el contexto de COVID-19 es una oportunidad única para cambiar los esquemas de incentivos y transformar la forma de producir conocimiento. Se trata de un momento especial en que los intereses de distintos actores confluyen: se necesita lograr soluciones rápidas, confiables y accesibles, y abrir la ciencia parece ser la mejor manera de lograrlo.

LECTURAS SUGERIDAS
CATLIN-GROVES CL, 2012, ‘The citizen science landscape: From volunteers to citizen sensors and beyond’, International Journal of Zoology, 12. DOI 10.1155/2012/349630
FRESSOLI JM y ARZA V, 2018, ‘Los desafíos que enfrentan las prácticas de ciencia abierta’, Teknokultura, 15, 2: 429–448. DOI 10.5209/tekn.60616
KUPFERSCHMIDT K, 2020, ‘A completely new culture of doing research: Coronavirus outbreak changes how scientists communicate’, ScienceMag. DOI 10.1126/science.abb4761
MCKIERNAN EC, BOURNE PE, BROWN CT, BUCK S, KENALL A, MCDOUGALL D, NOSEK BA, RAM K & SODERBERG CK, 2016, ‘How open science helps researchers succeed’, ELIFE, 1-26. dx.doi.org/10.7554/eLife.16800
WEINBERGER D, 2012, Too Big to Know: Rethinking knowledge now that the facts aren’t the facts, experts are everywhere, and the smartest person in the room Is the room, Nueva York, Basic Books.

Doctor en ciencias sociales, UBA.
Investigador adjunto del Conicet en el Centro de Investigaciones para la Transformación (CENIT), Escuela de Economía y Negocios, UNSAM.

Doctora en política científica y tecnológica, SPRU, Universidad de Sussex, Reino Unido.
Investigadora independiente del Conicet en el Centro de Investigaciones para la Transformación (CENIT), Escuela de Economía y Negocios, UNSAM.

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