Exploraciones naturales e imaginarias del reino animal

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Los seres humanos somos (hasta donde sabemos) los únicos animales capaces de reconocer y reflexionar sobre nuestra provisoriedad, nuestra finitud y sobre los azares que rigen nuestro origen y nuestra genealogía. Así como el universo se encarga de recordarnos nuestra presencia infinitesimal, también es cierto que somos capaces de reconocer la naturaleza extraordinaria de aquello que resulta a simple vista trivial. Hemos naturalizado el hecho de que apenas conocemos a los seres vivos con los que compartimos nuestro planeta, nuestro alimento y nuestros hogares. Nos abocamos a descubrir su anatomía, sus comportamientos, sus regularidades y anomalías, a estrechar los caminos para comprender sus códigos y su lenguaje, con la esperanza y la voluntad –a veces exitosa– de entablar diálogos. Diálogos que exceden las dimensiones estrictamente científicas, porque nuestra atención también –y quizá fundamentalmente– es alimentada por el sentimiento fraternal que suscita nuestra cualidad de seres vivos, nuestra familiaridad esencial. Al mismo tiempo, convivimos con la aterradora verdad de que ignoramos a la masa ingente de aquellos otros seres que se han extinguido, cuyos restos la naturaleza se ha encargado de recrear y legar en otras formas. Así, la evolución rige nuestra historia y nos conduce a la contemplación de nuestros vecinos, que es, en última instancia, una introspección.

Es probable que algunas de estas ideas estuvieran presentes en las mentes de aquellos que se propusieron homenajear a los seres vivos a través de su observación, descripción y clasificación. Poco antes de que Plinio el Viejo compusiera su Naturalis historia en el siglo I de nuestra era, del otro lado del mundo, en la China de los Han (siglos IV a I a. e. c.) se compilaba una obra monumental conocida como Shanhaijing. Este nombre, que podría traducirse como Clásico de las montañas y los mares, orientaba al lector en el conocimiento del mundo natural conocido. Así como se había propuesto el sabio latino, el Shanhaijing también distinguía las observaciones en categorías que hoy entenderíamos como zoológicas, geográficas, farmacológicas, antropológicas o botánicas. Estos patrones similares de observación nos hacen pensar que la zoología puede ser concebida como una categoría trascendental de nuestro intelecto, como una inclinación espontánea de nuestro ánimo, como una reflexión necesaria para nuestra comprensión del mundo.

Podemos creer que motivaciones de este tipo contribuyeron a la composición de las historias naturales y los bestiarios que nuestros antepasados nos han legado. En la diversidad casi ilimitada de formas y categorías, reconocemos la regularidad en la observación, en la identificación y en la fascinación, que no por serena y metódica es capaz de disimular el entusiasmo. En los bestiarios occidentales, cuyos antecedentes más tempranos sean probablemente Plinio y el Physiologus griego del siglo II de nuestra era, así como en los tratados naturalistas de la modernidad y en las clasificaciones ilustradas y nominalmente científicas de nuestros tiempos, encontramos efectivamente una regularidad, una tradición que merece ser recreada y reconocida como una vía de entrada a los misterios y las maravillas de nuestros mundos, observables e imaginarios.

Por estas razones, además de otras más lúdicas, hemos bautizado a esta nueva sección de la revista como Bestiario, en homenaje a todos aquellos sabios que supieron reconocer y legarnos la belleza y la nobleza animal. Hemos intentado, además, atender a una singularidad de la observación zoológica: su capacidad de absorber sin demasiados obstáculos las dimensiones imaginarias, legendarias, artísticas y fantásticas de los seres vivos, sin renunciar a la precisión empírica necesaria para enriquecer la investigación naturalista. Tal vez una paráfrasis del ingenio de Borges pueda servir de inmejorable invitación a nuestro modesto Bestiario: quien recorra nuestra sección, comprobará que la zoología de los sueños no es necesariamente más rica que la zoología natural.

Mariano I Martínez y Santiago Francisco Peña 

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