Malveína. El primer colorante orgánico sintético.

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La pintura rupestre de las cuevas de Lascaux, que data de hace unos 20.000 años, ejemplifica en el arte más antiguo el uso de sustancias minerales halladas con facilidad en la corteza terrestre: tierras amarillentas, ocráceas, amarronadas o verdosas, teñidas por diversos óxidos. Foto Ministerio de la Cultura y de la Comunicación, París.

Las ciencias de la naturaleza, y en particular la química, encuentran múltiples oportunidades de indagación en la historia del arte. Por ejemplo, en el uso del color, que está siempre presente en las actividades de nuestra especie marcadamente visual. Ese uso se advierte desde que asoman las más antiguas manifestaciones de la creatividad humana: por ejemplo, si nos restringimos a nuestra especie, Homo sapiens –porque poco se sabe sobre esto en otros homínidos–, lo encontramos en el arte rupestre sudafricano de hace unos 100.000 años, o en las conocidas y muy posteriores cuevas de Lascaux, fechadas hace unos 20.000 años.
Un capítulo intrigante e inagotable de la historia química del arte es la índole y la proveniencia de los materiales usados por los artistas, sobre todo los pigmentos y las sustancias de las que los obtenían. Los colores usados inicialmente provenían de sustancias minerales halladas con facilidad en la corteza terrestre: tierras amarillentas, ocráceas, amarronadas o verdosas, teñidas por diversos óxidos, complementadas por el tono blanquecino de compuestos de calcio.
La búsqueda de colorantes minerales se había refinado considerablemente para el albor de los tiempos históricos. Así, si nos concentramos en el arte occidental y elegimos alguna de las culturas avanzadas del momento, por ejemplo, Egipto unos 3000 años antes de nuestra era, apreciamos allí un diestro manejo de los colores intensos y saturados. La malaquita (dihidróxido carbonato de cobre) era utilizada por su llamativo color verde; las tonalidades azules se obtenían usando azurita (dihidróxido dicarbonato de cobre), también llamada malaquita azul ya que en el aire se descompone a malaquita; o lapislázuli (que Cleopatra parece haber usado para maquillarse), una piedra semipreciosa de intenso azul-violáceo compuesta por varios minerales, entre ellos un derivado azufrado del aluminosilicato de calcio y sodio –responsable de su color azul–, carbonato de calcio o calcita, la mencionada azurita y sulfuro de hierro o pirita. Finalmente, el cinabrio, cinabarita o bermellón (sulfuro de mercurio) servía para obtener vivos colores rojos.

¿DE QUÉ SE TRATA?
La historia del arte en clave química, o el papel protagónico de la química para poner color a nuestro mundo.

La búsqueda de colorantes minerales se había refinado considerablemente para el albor de los tiempos históricos. Así, si nos concentramos en el arte occidental y elegimos alguna de las culturas avanzadas del momento, por ejemplo, Egipto unos 3000 años antes de nuestra era, apreciamos allí un diestro manejo de los colores intensos y saturados. La malaquita (dihidróxido carbonato de cobre) era utilizada por su llamativo color verde; las tonalidades azules se obtenían usando azurita (dihidróxido dicarbonato de cobre), también llamada malaquita azul ya que en el aire se descompone a malaquita; o lapislázuli (que Cleopatra parece haber usado para maquillarse), una piedra semipreciosa de intenso azul-violáceo compuesta por varios minerales, entre ellos un derivado azufrado del aluminosilicato de calcio y sodio –responsable de su color azul–, carbonato de calcio o calcita, la mencionada azurita y sulfuro de hierro o pirita. Finalmente, el cinabrio, cinabarita o bermellón (sulfuro de mercurio) servía para obtener vivos colores rojos.
Para entonces, en dichos lugares con culturas avanzadas, la humanidad también había adquirido considerable pericia en hacerse de tinturas y pigmentos no minerales sino de origen orgánico, obtenidos de plantas e insectos. Las hojas de glasto (Isatis tinctoria), una angiosperma con flores amarillas, natural de Asia y de la familia de las brasicáceas, era la fuente de una tintura azul; la rubia roja (Rubia tinctorum, una angiosperma de la familia de las rubiáceas) ofrecía tinturas de la gama de los rojos, desde el anaranjado al violáceo, obtenidas de sus raíces. El índigo, un pigmento de color azul claro que aún hoy vemos en los clásicos jeans, era originalmente obtenido de Indigofera tinctoria, un arbusto tropical de la familia de las fabáceas, cuyo nombre también designa a la tonalidad, o del caracol marino del Mediterráneo Hexaplex trunculus.
Otra tonalidad de origen animal con una larga historia era el púrpura, un color magenta oscuro ubicado entre el violeta y el carmesí obtenido de diversos caracoles marinos por oxidación de sus tintas. La púrpura de Tiro, también llamada púrpura real o imperial, data de tiempos de los fenicios, quienes la expandieron por el mundo del Mediterráneo; dado que se necesitaban muchísimos caracoles para obtenerla y que las ropas teñidas con ella mantenían su color, era altamente deseada y, por ende, costosa. En Roma, el color fue adoptado como símbolo de estatus y de la autoridad imperial. Todavía muchos siglos después, los indígenas de Oaxaca, en el sur de México, extraen un pigmento púrpura del caracol Plicopurpura patula para teñir sus tejidos.
Los griegos, desde tiempos arcaicos a los helenísticos, se sumaron a esta historia de innovación tecnológica con el aprovechamiento de la tinta de pulpos y calamares del Mediterráneo, con la utilización de la crisocola (un silicato de cobre y aluminio hidratado de intenso verde en la gama del amarillento al azulado), y con pigmentos de simple manufactura como el verdigrís o verde de Grecia, que se obtiene de sales de cobre y se produce sumergiendo cobre en vinagre, lo que genera acetato de cobre. El nombre verdigrís también designa hoy a la pátina que se forma como consecuencia de la oxidación de cobre mantenido a la intemperie, por ejemplo, en cúpulas de edificios. La composición química de esa pátina depende de las sustancias contenidas en el aire al que quede expuesto el metal: la humedad y los sulfuros, cloruros o acetatos la modifican y hacen variar la velocidad de su formación.
La expansión política griega hacia oriente y occidente diseminó sus saberes y prácticas tanto hacia el mundo romano como hacia el este, incluso a lugares con sus propias tradiciones en la materia, como Persia y la India, de las que también llegaron noticias al mundo occidental.
Concluido el ciclo de la dominación romana, la historia continúa con el hallazgo de nuevas sustancias minerales colorantes, de nuevos usos para las conocidas, y con la manufactura de novedosos pigmentos obtenidos mediante combinaciones imaginativas de minerales. Si bien a partir de las convulsiones sociales y políticas consecuentes a la disolución del Imperio Romano de Occidente se abrió un período que se extiende por buena parte de diez siglos de los que nos ha llegado poca información sobre lo sucedido en el oeste de Europa, es el lapso en que aconteció el extraordinario florecimiento del mundo cultural bizantino y la aparición de la refulgente cultura árabe.
En el siglo XVI se comenzaron a registrar en el actual territorio de Italia señales de innovación, que hoy vemos como indicios del inminente advenimiento del Renacimiento. En materia de nuevos pigmentos se difundió el ultramarino, un polvo de color azul violáceo profundo y de compleja composición química, obtenido moliendo el mencionado lapislázuli, que era traído de Afganistán, es decir, de ultramar (de ahí su nombre). Se convirtió en un pigmento extremadamente codiciado y costoso, reservado por los grandes pintores renacentistas para colorear objetos preciosos o sagrados, como el manto de la Virgen.
Las novedades abundaron a partir del siglo XV, con el Renacimiento en pleno avance. Así, se difundieron, entre otros pigmentos, el amarillo Nápoles, un antimoniato de plomo elaborado artificialmente y posiblemente llamado con ese nombre por asociación con tierras de las laderas del Vesubio; el terra d’ombra, una tierra marrón rojiza que contiene óxidos de hierro y manganeso hidratados, asociada con la región de Umbría, que en el siglo XVII fue parte destacada de la paleta de Caravaggio y Rembrandt. El descubrimiento de América produjo la aparición en el viejo continente de nuevos colores: así, los rojos se enriquecieron con el carmín de cochinilla (obtenido de insectos de la especie Dactylopius coccus, que se cría en cactáceas de México), y con la brasilina proveniente de la madera del palo Brasil (Caesalpinia sappan).

La hoja derecha del díptico de Wilton (ca. 1395-1399) exhibe un azul violáceo profundo de compleja composición química obtenido moliendo lapislázuli traído de ultramar y conocido por el nombre de ultramarino. National Gallery, Londres.

La gradual apertura de nuevos caminos para las ciencias de la naturaleza a partir de los siglos XVI y XVII trajo importantes novedades en la historia química de las artes, incluyendo descubrimientos científicos importantes originados en inquietudes artísticas. En 1770, para dar un ejemplo de estos últimos, se encontró en Siberia un vistoso mineral anaranjado que fue analizado algunos años después por el químico francés Nicholas Louis Vauquelin (1763-1829). Resultó contener un nuevo elemento, el cual recibió el nombre cromo (justamente derivado del griego chroma, color) y ocupó la posición 24 en la tabla periódica. Hacia 1809 se encontraron en Francia yacimientos de minerales de cromo, con los que –esta vez en un movimiento inverso, de la ciencia al arte– se manufacturó un pigmento de intenso color amarillo compuesto por cromato de plomo. Con el tiempo, el amarillo cromo se sintetizó en laboratorio y adquirió gran popularidad a partir de 1820.

April Love, ca.1855, óleo sobre tela (89 x 50cm) del pintor prerrafaelita Arthur Hughes (1832-1915), que puede adscribirse a la ‘malvomanía’ que aprovechó y también favoreció Perkin con su malveína. Tate Britain

Para fines del siglo XVIII, producida la Revolución Francesa y con la Revolución Industrial en marcha, el universo de colores que encendían la imaginación de los más variados grupos sociales se había hecho enorme. Estaba compuesto por pigmentos o tinturas provenientes de sustancias minerales o de organismos vivientes, a veces usados tal como se los tomaba de la naturaleza, pero habitualmente sometidos a diversas manipulaciones. La química del momento había adquirido la capacidad de sintetizar los pigmentos inorgánicos, y ya eran numerosos los casos en que el producto sintético superaba ampliamente al natural en calidad, durabilidad, economía y efecto estético, situaciones que se harían cada vez más frecuentes, aunque no sin excepciones. Una de ellas es el ultramarino, hoy disponible por síntesis química, que muchos artistas siguen prefiriendo en su versión natural a pesar de ser mucho más caro.
Formaron parte de esta imparable serie de descubrimientos o invenciones el verde de Scheele, un pigmento verde creado por el químico sueco originario de Pomerania Carl Wilhelm Scheele (1742-1786) y compuesto por arseniato ácido de cobre, y el verde cobalto, un compuesto de cobalto y cinc inventado en 1780 por el químico y minerólogo sueco Sven Rinman (1720-1792), usado como pigmento a partir de 1835.

El manto de una Virgen (ca. 1654) pintada por Giovanni Battista Salvi da Sassoferrato (1609-1685) muestra la predilección de los grandes pintores renacentistas y barrocos por el ultramarino, uno de los más costosos pigmentos de su época. National Gallery, Londres.

La comprensión más profunda de la química abrió la posibilidad de generar pigmentos no solo alternativos a los existentes, sino también menos tóxicos. La toxicidad del plomo era conocida desde tiempos helénicos, y sin embargo el blanco de plomo era utilizado por los pintores en el siglo XVIII a pesar de que tenía la desventaja adicional de ennegrecerse con el tiempo. En su reemplazo, la firma londinense Winsor & Newton, aún existente, difundió a partir de 1834 el blanco de cinc con la denominación comercial de blanco de China. El cinc, conocido desde antiguo, había sido identificado en 1746 como elemento 30 de la tabla periódica por el químico berlinés Andreas Marggraff (1709-1782).
Para mediados del siglo XIX, el relato resumido en los párrafos anteriores había registrado el uso de colorantes inorgánicos naturales y sintéticos, pero los orgánicos seguían siendo de origen natural. Eso cambiaría a mediados de la década de 1850 como resultado enteramente casual e imprevisto de un experimento realizado en Londres por un estudiante de dieciocho años llamado William Henry Perkin, que se tiende a presentar como el héroe de la historia que sigue.
La naturaleza no solo es fuente de pigmentos sino también de medicinas, como lo muestra entre muchos ejemplos el que desde el siglo XVII el paludismo o malaria era combatido mediante un polvo preparado con la corteza de árboles andinos del género Chinchona, popularmente conocido como polvo de los jesuitas (ya que estos lo habían llevado del Perú a Europa). Con la expansión colonial europea a regiones tropicales de África y el sur asiático, donde esta enfermedad causaba estragos, la demanda del polvo de chinchona superó ampliamente la disponibilidad del producto natural. En 1820, Pierre Josef Pelletier (1788-1842) y Joseph Bienaimé Caventou (1795-1877) aislaron en París el compuesto responsable de la actividad terapéutica del polvo, al que dieron el nombre de quinina. En consecuencia, el mundo científico se planteó el desafío de producir quinina sintética o de laboratorio cuya disponibilidad no fuese limitada.
La química de mediados del siglo XIX estaba muy lejos de disponer de las herramientas a las que están acostumbrados los químicos actuales. Si bien los principales elementos ya habían sido descubiertos y se podía establecer sus proporciones en muchos compuestos, había escasa noción de la disposición adoptada por ellos en la sustancia y cómo determinarla. Así, el químico alemán Adolph Strecker (1822-1871) estableció la composición química de la quinina (C20H24N2O2) en 1854, pero la estructura espacial de su molécula, de la que dependen sus propiedades, era un enigma.

William Henry Perkin (1838-1907) a los sesenta y ocho años, uno antes de morir.

En aquellos años, la Royal Society, con el apoyo de su presidente, Alberto de Saxe-Coburg, príncipe consorte de la reina Victoria, se proponía crear en Londres una escuela superior de química con el nombre de Royal College of Chemistry. Justus von Liebig (1803-1873), hoy considerado uno de los padres de la química orgánica, recomendó a su discípulo August Wilhelm von Hoffman (1818-1892), natural del actual estado federal de Hesse, para primer director de dicho Royal College of Chemistry. El mencionado Perkin ingresó en él como estudiante en 1853, con quince años, luego de haber asistido a una escuela londinense fundada por el Parlamento en 1834, la City of London School (de la cual fueron alumnos Frederick Hopkins, premio Nobel de medicina, y Peter Higgs, Nobel de física). Luego de un año en el College of Chemistry, Perkin montó un laboratorio en su casa en el este de Londres, para investigar asuntos que le interesaban, y un tiempo después Hoffman lo eligió como su ayudante para encarar el proyecto que estaba emprendiendo: justamente, sintetizar la quinina. Le confió la realización de algunos experimentos que, en su visión, podrían acercarlo a ese propósito.
En la búsqueda de nuevos compuestos, los químicos de entonces solían partir de uno parecido y alterarlo por reacciones químicas simples, por ejemplo, sustrayéndole agua y por ende hidrógeno, o agregándole oxígeno, es decir, oxidándolo. Procedían bastante a tientas, guiados en todo caso por su intuición. Eso hizo Perkin. Empezó oxidando la aliltoluidina (C10H13N), obtenida del alquitrán de hulla, sin muchos resultados. Decidió entonces probar con otro compuesto orgánico, la fenilamina (C6H5NH2). Como solía suceder en esa época, la sustancia había recibido diferentes nombres. Fue aislada por primera vez en 1826 por destilación destructiva del pigmento índigo por Otto Unverdorben (1806-1873), quien la llamó crystallin. En 1840, Carl Julius Fritzsche (1808-1871) trató el mismo pigmento con hidróxido de potasio y obtuvo un aceite que llamó aniline. En 1842 Nikolay Zinin (1812-1880) redujo nitrobenceno y obtuvo una base que llamó benzidam. En 1843 precisamente Hoffmann mostró que todas eran la misma sustancia, la que a partir de entonces se conoció como fenilamina o anilina.
En el curso de sus ensayos de oxidación de la anilina, Perkin obtuvo como resultado un sólido negro bastante desalentador. Se dice que al final del día, al lavar los elementos que había utilizado, advirtió que el alcohol con el que los limpiaba se tornaba de un color púrpura intensísimo. Sus primeras pruebas demostraron que teñía con facilidad y de manera estable la seda, pues no desaparecía con el lavado, ni siquiera con jabón y agua caliente. La seda así teñida tomaba una coloración que hacía recordar a las tinturas púrpuras más buscadas y costosas, entre ellas la púrpura de Tiro. Por eso, en algún momento se usó ese nombre para referirse al compuesto obtenido por Perkin, y también el de púrpura de anilina, o malveína (a veces escrito mauveína por influencia francesa).

William Perkin (segundo de la derecha) con su hermano Thomas (segundo de la izquierda) y colegas de la empresa, ca. 1870. Museo de Ciencia de Londres.

El descubrimiento de Perkin no avanzó en absoluto la búsqueda de quinina sintética, pero el interés que el pigmento despertó en su descubridor hizo que este abandonase sus estudios en el Royal College of Chemistry e incluso su relación con Hoffmann, quien nunca logró su propósito de sintetizar el fármaco. Esa síntesis se fue construyendo a lo largo de los años, con la intervención de numerosos investigadores, y solo quedó finalizada bien avanzado el siglo XX.
La pregunta que se hacía Perkin en 1856 era qué hacer con su descubrimiento, por más que hubiese sido realizado a tientas y por accidente. Aunque no se conociera la estructura de la sustancia –algo que solo se logró 138 años después, en 1994, por obra de Otto Meth-Cohn–, no dejaba de ser el primer colorante orgánico sintético de la historia. La respuesta que se dio fue proponerse producir la tintura en escala comercial. Nunca había entrado en una fábrica y nada sabía de producción química en escala mayor que la del laboratorio. A nadie conocía en las industrias textil o de colorantes. Pero se puso en marcha. Un compañero de estudios, que sería con el tiempo un químico de alguna distinción, Arthur Church, lo alentó.

Muestra de seda teñida con malveína que Perkin obsequió al industrial estadounidense William John Matheson (1856-1930), fundador de la National Aniline & Chemical Company, y que este donó al Smithsonian Museum.


Perkin obtuvo ese año una patente por la malveína (tenía dieciocho años) y entusiasmó a su hermano Thomas a participar en lo que vendría después. Con ayuda financiera de la familia, montó un taller o pequeña fábrica en una localidad cercana a Londres llamada Greenford (a unos 20km del centro en dirección al noroeste), sobre un canal y una línea férrea. Logró producir un considerable volumen del colorante a un costo reducido y venderlo a precio competitivo. Su éxito comercial fue contundente e inició la industria de los colorantes sintéticos.
Así como el azar jugó en su favor en el laboratorio, también parece haberlo hecho en el mercado. El púrpura siempre había sido un color apetecido, pero algunos factores potenciaron la apreciación del producto de Perkin, entre ellos, que se convirtió en favorito de la emperatriz Eugenia, la consorte de Napoleón III, y que la misma reina Victoria cayó bajo su hechizo y se vistió de malva en algunos acontecimientos destacados. Las crónicas hablan de una década malva, o de malvomanía, que el mismo éxito de Perkin contribuyó a la larga a disipar, pues puso el púrpura, antes solo accesible a los ricos y poderosos, al alcance de todos. Con ello, la expresión ‘soportar el peso del púrpura’ para aludir a las responsabilidades de altos cargos perdió sentido literal.

Muestra de la malveína original de Perkin y chalina expuesta en Londres en la Exposición Internacional de 1862 teñida con ella.

El descubrimiento de la malveína hoy se reconoce como un hito fundamental en la historia de la ciencia, la tecnología y hasta la industria textil. El ejemplo de Perkin no tardó en replicarse y ocasionó una proliferación de colorantes sintéticos orgánicos que, hacia finales del siglo XIX, prácticamente habían dejado fuera del mercado a los productos orgánicos naturales (tanto por razones de calidad como de precio). La industria de las anilinas dio lugar al nacimiento de grandes empresas de la rama química, dominantemente alemanas, como Badische Anilin- und Soda-Fabrik (BASF), Aktiengesellschaft für Anilinfabrikation (AGFA), Bayer, Hoechst y otras. Hacia 1900, esas empresas producían el 85% de los colorantes sintéticos mundiales, y por sí mismas o por asociación con universidades continuaron por la vía abierta por Perkin que conduce del laboratorio a la planta industrial.
Este, por su lado, volvió a hacer un abrupto cambio de rumbo. Hacia 1874, con treinta y seis años y una fortuna hecha, vendió su empresa y retornó a su interés inicial, la investigación. Se interesó por cuestiones como la capacidad de ciertos compuestos orgánicos de rotar luz polarizada, una propiedad tomada en cuenta en el análisis de la estructura molecular. Fue presidente de la Royal Society of Chemistry británica en 1883 y su nombre circuló en círculos académicos como posible ganador de uno de los primeros premios Nobel, lo que no se concretó. Si bien la malveína terminó siendo uno de muchos colorantes sintéticos, conserva la posición única de marcar el nacimiento de una rama central de la industria química.
Artículo escrito por el equipo editorial de Ciencia Hoy.

Lecturas sugeridas
DE LA SOUCHÈRE MC, 2019, ‘Ce mauve qui a révolutionné la chimie’, La Recherche, 552: 60-62.
GARFIELD S, 2000, Mauve: How one man invented a colour that changed the world, Faber & Faber, Londres.

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