La gran belleza. El diario de Guido Boggiani

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El pintor Guido Boggiani (1861-1902) es conocido fundamentalmente por sus fotografías de la cotidianeidad indígena, que cifran para la posteridad la imagen clásica de las pinturas y los tatuajes faciales de los aborígenes sudamericanos. Nacido en el seno de una familia acomodada del Piamonte, Boggiani se inscribió a los diecisiete años en la Academia de Bellas Artes de Milán para abandonarla al poco tiempo y enrolarse en las filas del naturalismo lombardo, una escuela paisajista que le permitió desarrollar su talento, ser premiado en Mónaco y en Roma, y que la Galleria Nazionale d’Arte Moderna comprara uno de sus óleos. Por razones que la historia y la biografía no terminan de dilucidar, emprendió un viaje hacia Sudamérica, donde, más allá de la pintura, se fascinó por la antropología, la historia y la lingüística de los pueblos indígenas. Allí capturó esas imágenes por las cuales ganaría su fama y se convertiría en una especie de prócer o ancestro de los estudios americanistas.

Parte de esa historia es conocida por sus propias publicaciones, así como también por una cada vez más profusa literatura ‘boggianística’. Sin embargo, lo cierto es que las condiciones precisas en que se obtuvieron aquellas célebres fotografías siguen siendo, en el mejor de los casos, opacas. Aun teniendo en cuenta el carácter inevitablemente subjetivo de cualquier texto que recoge memorias personales, la reciente publicación del diario perdido de Guido Boggiani nos permite disipar la niebla en torno de algunos puntos oscuros de su biografía, reconstruir mejor el contexto de producción de esas imágenes y matizar la idea un tanto romántica de que su fascinación antropológica por el mundo indígena surge repentinamente de la nada.

¿DE QUÉ SE TRATA?
El diario perdido de Guido Boggiani detalla su interacción con poblaciones nativas del Chaco paraguayo.

En 1887, un joven Boggiani llega a Sudamérica para pintar paisajes exóticos. Desde el comienzo, en efecto, las impresiones que recoge en su diario bosquejan su predisposición estética:

Afuera hay una luna magnífica, un cielo límpido y sereno, y una temperatura deliciosamente fresca. Con el millar de árboles y cuerdas de los barcos anclados que se entrecruzan en una trama densa y complicada, La Boca ofrece un aspecto fantástico a la claridad de la luna. Una dulzura de tonos que van desde el negro profundo de las sombras hasta el blanco frío y brillante de las casas iluminadas por la luna, todo sumergido en un indefinible, transparente tono turquesa, que solo por momentos interrumpe la nota brillante y anaranjada de los faros de guardia que cuelgan en los barcos adormecidos. (p. 100) 

Boggiani pinta en Adrogué y en el delta de Tigre, muestra sus cuadros en exhibiciones y comienza a ganar renombre en el mercado artístico porteño. Sin embargo, la bohemia urbana no satisface su sed de aventuras y resuelve viajar por el interior del país. El diario pasa entonces a describir una desolada estepa patagónica ritmada por pueblos criollos, estancias y rancheríos aislados, con inmigrantes europeos que trabajan duramente mientras las élites porteñas se distribuyen el espacio rural. Describe también la presencia militar que garantiza la sumisión de las poblaciones indígenas recién derrotadas, destinadas a proveer mano de obra a los nuevos dueños de la tierra mientras las mujeres y los niños trabajan para los colonos como sirvientes domésticos.

La gran belleza El diario de Guido Boggiani
Vista desde lo alto del monte. Puerto Casado-Puerto Celina.

El viajero pinta, fotografía y describe las escenas pintorescas que cabe esperar en los relatos de viaje de la época: la inmensidad del paisaje, al asado, el truco. La imaginería visual de las entradas intenta capturar un ‘tesoro artístico’ de planos, texturas, tonalidades y contrastes cromáticos:

Por la noche, cuando el sol se ha puesto y todo se confunde en un tono oscuro y profundo, en la orilla de la laguna que refleja las tintas violáceas del cielo, uno de esos grandes troncos desnudos, con las ramas retorcidas y desordenadas que se abren al cielo y se hunden en el agua tranquila y luminosa, toma un aire de antigüedad venerable, un aire de brujería y de alma maldita, extraña, misteriosa. Y casi siempre hay grandes cuervos negros posados sobre sus ramas, inmóviles. Y la tierra llana y desierta separa –con una franja negra y recta que solo interrumpe algún lejano grupo de sauces– el cielo del agua, que de otro modo se confundirían en su tono anacarado con reflejos de sangre, de zafiro y de oro. Por la mañana la laguna tiene un aspecto totalmente opuesto. La imagen de muerte de la noche se vuelve imagen de vida, alegre, clara, brillante. Miles de patos de toda clase, cisnes blancos con el cuello negro, cigüeñas de un blanco inmaculado, grises, oscuras, bandadas de flamencos escarlatas con el cuerpo de todos los tonos, desde el blanco al rojo y al escarlata flamígero, pueblan las aguas brillantes de la laguna, levemente encrespadas por un ligero soplo de aire fresco. Los sauces exuberantes se vuelcan sobre el agua, iluminados por la luz dorada del sol que vuelve transparentes sus hojas. Y se reflejan perfectamente en la laguna, que duplica un paisaje invertido. (p. 128)

La gran belleza El diario de Guido Boggiani
Ulilli, vista frontal, media gura. Nabilécche.

Ese paisaje imponente se pinta o fotografía a la distancia, así como los cintos, brazaletes o collares se compran por centavos a figuras opacas, lejanas y anónimas. Todo sucede, en efecto, como si el equipaje se transportara solo o las comidas se preparasen como por arte de magia: ‘[A]llí nos esperan mulas frescas. Me enganchan otra, excelente, y partimos a toda carrera. Nos aguardan para la cena en la estancia’ (p. 126). En casi toda la narración, de hecho, peones, sirvientes, intérpretes y baqueanos son actores secundarios, genéricos, poco menos que invisibles: apenas un elemento más del paisaje estetizado. El primer óleo de Boggiani retrata a ‘una lavandera’ que encuentra por casualidad en Río Negro y, aun cuando evoca a los nativos con cierta dignidad poética, su prosa describe seres anónimos:

Ha embarcado un joven ‘chino’. Por un largo trecho nos sigue un viejo indio a caballo, que observa el vaporcito con insistencia. Por momentos lo perdemos en un giro del río, y volvemos a encontrarlo luego de un largo rato, erguido sobre su caballo, observándonos y saludando. Es el padre del muchacho que viaja en el barco, y recorre más de cuatro leguas a caballo para saludar una vez más a su hijo que se aleja velozmente. (p. 146)

Las menciones personalizadas a la población local son contadas. Boggiani se asombra con un ñandú domesticado que caza moscas y almuerza con la familia Martínez Ruiz: ‘El doctor también cría a una pequeña india llamada Carmen. Tiene buena voluntad para trabajar. Trata de esconder su origen y se niega a usar los ornamentos de plata que acostumbran los de su tribu’ (p. 108). La atmósfera sombría del sometimiento persiste en la escena culminante del viaje, cuando Boggiani despide en el puerto a Valentín Sayhueque, líder de la resistencia indígena y último cacique patagónico en rendirse al ejército nacional. Mientras uno de sus hijos es mantenido como rehén en Carmen de Patagones, lo trasladan a Buenos Aires en vapor para conocer al presidente Julio Roca: 

Pensando en lo que era antes y en lo que lo han convertido, viéndolo viajar en segunda clase con sus hijos y con el hijo de otro cacique, he sentido piedad y me brotaron las lágrimas. Si hubieran sido tratados de otro modo, y por gente con un poco más de honestidad y corazón que ciertos conquistadores de esta región, creo –estoy seguro– que no hubieran pedido más que formar parte de un pueblo civil, como cualquier otro […] Y he aquí un pueblo reducido a la miseria, reducido a ceder todo lo poco que poseía, y obligado a ir vagabundeando, miserable, buscando un trabajo que pueda mantenerlo, sometiéndose a labores superiores a sus fuerzas, abatido, desanimado, maltratado. ¡Pobre gente! ¡Qué pena! El gobierno ni siquiera les otorgó un territorio cualquiera. Completamente despojados… Es algo indigno, indecoroso. (p. 115)

La gran belleza El diario de Guido Boggiani
Estudio de Boggiani. Nabilécche.

La percepción de los claroscuros argentinos lo impulsa a buscar nuevos horizontes y probar suerte en el Paraguay. El 12 de septiembre de 1888 llega a una capital conmocionada por la muerte de Domingo Faustino Sarmiento: ‘Me instalo en Asunción. Que la Fortuna me sea benigna, y no la necesite más cuando el destino de mi viaje sea Italia, y la meta de mis siguientes viajes pueda ser puramente el arte o el placer, sin preocupaciones por hacerme una posición o por comerciar con arte y otras cosas para ganar dinero’ (pp. 189-190). Así como en la Patagonia había presenciado la ocupación definitiva del territorio indígena tras la campaña del desierto, en el Chaco paraguayo observa un proceso de colonización distinto, protagonizado por industrias extractivas y ganaderas.

Su amigo Miguel de Acevedo le propone instalarse allí, pintar paisajes rurales y vender los cuadros a Carlos Casado del Alisal, propietario de un gigantesco imperio maderero. En este nuevo escenario, las anotaciones conservan la inflexión visual del esteta: ‘¿Por qué no podré llevarme a Italia algún kilómetro cuadrado de estos lugares tan bellos? ¿Cómo podría reproducir algún paisaje en la tela o con la fotografía? Jamás había sentido tanto como ahora la necesidad de ser un pintor excelente, un artista ideal’ (p. 247). Sin embargo, algo cambia en el Boggiani chaqueño: a diferencia de las entradas patagónicas, el nuevo paisaje se presenta salpicado de gente:

Nosotros, mientras tanto, habíamos pasado revista a toda la indiada, y entre las mujeres había algunas realmente hermosas. Una, entre todas, me impactó por la belleza de sus rasgos y por la dignidad de su porte. Tenía unos grandes ojos rasgados, muy llenos de expresión, y las manos pequeñas y bien formadas sostenían sobre la cabeza un pañuelo rojo extendido, para protegerse del sol. Semejaba una Cleopatra que navegaba por el Nilo rodeada por sus esclavas. Señoreaba entre todos, y era quien más llamaba nuestra atención. Supe que se llamaba Lidia, y que era hija del cacique de la tribu. (pp. 241-242)

La gran belleza El diario de Guido Boggiani
Canoa de la tribu lengua. Concepción.

Poco a poco, en efecto, comienza a interesarse por las lenguas y culturas locales:

Me enseñaban el nombre de cada cosa en su lengua, para que lo anotara; y haciéndolos repetir dos o tres veces cada palabra conseguí traducir cada sonido en nuestra ortografía con bastante precisión. Tienen muchos sonidos de los que carecemos, y tuve que usar signos convencionales y fabricar nuevas letras compuestas. (p. 231)

En las entradas, al mismo tiempo, la categoría genérica de ‘indios’ va cediendo lugar a etiquetas más precisas (guanás, angaités, chamacocos, sanapanás) e incluso a personalidades individualizadas: Michí, Pukú, Keirá, Enmiji, Wora. Lo curioso, como en tantos otros observadores de la época, es que esa sensibilidad coexiste con la conciencia cabal de la compraventa regional de indígenas. Boggiani describe así a Mitä-Pirú, un adolescente angaité que lleva consigo a Asunción: ‘Espero que se encariñe conmigo y se acostumbre a una vida más decente, y que no desee regresar. En cualquier caso, haré todo por educarlo bien […] Creo que conseguiré que me tome verdadero cariño, y ya no me dejará’ (pp. 265-266). Pero al cabo de un mes Mitä-Pirú se cansa de la rutina urbana y regresa a su tierra. Boggiani se encariña entonces con Felipe, otro joven nativo: ‘Le pregunté si quería venir conmigo a Asunción. Tomó mi mano y, haciendo el gesto de ponerse en camino, dijo con entusiasmo: «¡Vamos!». El 14 me embarqué escoltado por dos indios, Felipe y Pío: un indio de seis u ocho años perteneciente a Acevedo, de la tribu chamacoco, que Acevedo compró en Pacheco hace tres o cuatro años’ (p. 277). El nuevo acompañante parece cumplir las expectativas que no había colmado el díscolo Mitä-Pirú:

Asunción dejó a Felipe todavía más maravillado. Es una pena que yo no comprenda su idioma; ¡quién sabe qué curiosas preguntas le habría escuchado musitar! ¿Qué dirá entonces cuando vea Buenos Aires, y Europa? Para ese entonces hablará castellano, y para mí será interesantísimo escuchar sus impresiones. ¡Un hombre de la Edad de Piedra transportado de golpe al pleno siglo XIX! (p. 279)

La gran belleza El diario de Guido Boggiani
Mujeres y niños (reparto de galletas). Puerto 14 de Mayo.

La última parte del diario describe la expedición a la aldea caduveo de Nalique, en el sur del Mato Grosso brasileño, donde pasa casi tres meses en el verano de 1892. La descripción bucólica, alegre y despreocupada de la rutina caduveo es la cumbre etnográfica del diario: Boggiani intercambia alcohol por cueros mientras pinta, asombra a sus anfitriones con la precisión de la carabina, se convierte en el médico de la comunidad, observa combates rituales y curaciones chamánicas y padece regalos insólitos, insinuaciones sexuales e invitaciones por las noches a bailes interminables. Adopta la vestimenta indígena, toma una amante chamacoco y los cantos que en un principio le parecían monótonos comienzan a sonar dulces y evocadores:

Ayer por la noche, mientras bailaban, yo estaba tirado en el suelo sobre un cuero de ciervo, al lado del fuego, leyendo la correspondencia a la luz de las llamas, vestido como siempre con el traje indígena. Si alguien hubiera llegado de repente, se habría sorprendido de encontrar a un salvaje concentrado en leer noticias políticas del Corriere della Sera de Milán. (p. 361)

Boggiani reporta una sociedad estratificada, jerárquica, en la que los guerreros caduveos conviven en armonía con sus siervos chamacoco, tereno y guaná. Persiste en sus anotaciones el consabido sesgo visual: ‘A través del tenue tejido del mosquitero veo la espléndida luna. En el contorno de las hojas de los árboles la veo reflejarse, dorada primero, luego plateada, en las aguas especulares del río. ¡Cuánta poesía en un rincón tan pequeño!’ (p. 301). Sin embargo, es cada vez más evidente que el objeto principal de admiración no es ya el paisaje en sí sino la belleza de la gente: la elegancia aristocrática de Leocadia, los ojos soberbios de Lidia y, sobre todo, los ‘arabescos’ o ‘jeroglíficos’ que decoran los rostros caduveo con un exquisito refinamiento simétrico. Para el ojo entrenado del artista, de hecho, la inclinación generalizada de las mujeres hacia el dibujo es una especie de epifanía. Lo desconcierta que su destreza no aspire a la permanencia sino que sea un deleite efímero, destinado a durar pocos días, la habilidad técnica para dibujar sin titubear ni corregir, o que desde la primera noble a la última esclava domine a la perfección ese intrincado código geométrico que él procura traducir torpemente a un lenguaje de ‘líneas’, ‘puntos’, ‘diagonales’, ‘rayitas’, ‘volutas’ y ‘cuadros’:

Una hermosa esclava chamacoca se está pintando la cara. Con una mano sostiene el espejito y un fruto de urucú; y con el índice de la otra, mojado con un poco de saliva para diluir el rojo intenso de las semillas, traza una línea roja que desde el vértice de la frente, allí donde se dividen sus cabellos muy negros, desciende por la nariz, atraviesa la boca y divide en dos el mentón. Otra línea cruza la primera a la altura de la frente, desde una sien a la otra y del ángulo de los labios a la oreja, dos líneas más, una a cada lado; y a los costados de la nariz dos círculos. (p. 333)

Me sorprenden cada vez más la facilidad y el brío de las mujeres para el dibujo. Todas saben dibujar, absolutamente todas; y lo que más me sorprende es que esto incluye a las chamacocas, las cuales normalmente son la negación de todo lo que sea dibujo y simetría, y aquí saben dibujar y exhiben casi la misma habilidad que las caduveo. La variedad de los dibujos sobre un mismo motivo es realmente extraordinaria, y me llevaría todo un día copiar todos los que veo sobre los rostros, los brazos, los pechos y los cinturones. Ya he copiado muchos, que colecciono en un cuadernito aparte. He visto rostros con dibujos tan extraños, y formas siempre tan novedosas, que son dignas de admiración. (p. 352)

La gran belleza El diario de Guido Boggiani
Hombre de la tribu tumaná con diadema de plumas. Los Médanos, 21 de agosto de 1901.

Deslumbrado por esa geometría viviente, el artista no puede evitar asimilarla: ‘Hoy he realizado algunos dibujos al estilo caduveo, y he recibido la admiración del público. Ya hubo quien me solicitó que copiara el dibujo en una cara o un brazo. Uno de estos días comenzaré a pintar diseños, ¡y tal vez así ganaré más que pintando paisajes!’ (p. 342). Lo que comprende Boggiani, finalmente, es que la búsqueda de la belleza es recíproca. El diario evoca una suerte de coloquio de artistas en pie de igualdad, en el que el observador y los observados admiran sus respectivos trabajos y exploran de forma intuitiva su humanidad compartida. Los indígenas dejan de ser un elemento más del paisaje pasivo y silencioso, como en la Patagonia, para volverse auténticos interlocutores en la lengua franca del arte:

Cuando volvió a casa Joãozinho les habló de mis bosquejos a la mujer y la cuñada, quienes manifestaron deseos de verlos. ¡Es curioso el interés que estos salvajes sienten por todo lo que sea arte! Un momento más tarde, mientras yo estaba royendo una mazorca de maíz tostada, se presentaron los tres; y, por una feliz inspiración, hice que las dos mujeres se sentaran en un banco frente a mí. Mientras les enseñaba los bosquejos, tomé el lápiz y tímidamente comencé a copiar los diseños al pasar, en una hoja de un cuaderno comercial, copiando a la ligera el rostro de la joven. Al observar que no les molestaba, sino que seguían con interés los trazos que hacía sobre el papel, tomé coraje y comencé a copiar el rostro con toda la precisión que el apuro me permitía. De ese modo conseguí copiar el rostro de la jovencita con sus garabatos; es en verdad tan hermosa y fina que recuerda aquella famosa figura de cera del Louvre atribuida a Raffaello, o a algunas cabezas Madonna de Luini o Leonardo. (p. 394)

Fascinado por los mundos indígenas, Boggiani regresaría varias veces a Sudamérica. En enero de 1902, mientras atraviesa el territorio tomaraho, es asesinado de un mazazo en la cabeza. Tras dos meses de exploración, un baqueano reconstruye su destino trágico. Una recelosa diplomacia detectivesca de pequeños regalos, sobornos, interrogatorios y amenazas más o menos veladas logra que, poco a poco, enterrados en el monte, ocultos en las chozas de indígenas temblorosos, abandonados a la intemperie, vayan apareciendo algunos trozos de periódico, una taza, unas jeringas, la maltrecha cámara fotográfica, los restos óseos del difunto e incluso el cráneo marcado en la sien izquierda, mientras a través de un Chaco conmocionado se dispara el reguero de las versiones: que Boggiani había despreciado la comida de sus anfitriones indígenas, que estos le vendían artesanías para robárselas por las noches y revendérselas al día siguiente, que en su hamaca había una mujer, que lo mataron unos barbudos, que en su hamaca había otra mujer, que le cortaron la cabeza, que el asesino era un chamacoco llamado Luciano, o que desde entonces el sitio donde murió el buscador de la belleza se llama Bogiandebió: los huesos de Boggiani. 


LECTURAS SUGERIDAS

Boggiani G, 2019, Un artista en la América meridional: diario de los viajes por Argentina, Paraguay y Brasil (1887-1892) (F Bossert, Z Franceschi y J Braunstein, eds.), Rumbo Sur, Buenos Aires.

Boggiani G, 1930, ‘Viajes de un artista por la América meridional: los caduveos’, Revista del Instituto de Etnología, 1: 495-556. 

Boggiani G, 1900, Compendio de etnografía paraguaya moderna, Asunción, 1900.

Leigheb M y Cerutti L (eds.), 1992, Guido Boggiani: la vita, i viaggi, le opere. Atti del Convegno Internazionale (Novara 8-9 marzo 1985), Banca Popolare di Novara, Ornavasso.

Frič P & Fričová Y, 1997, Guido Boggiani: fotograf, Titanic, Praga.

Doctor en ciencias antropológicas, UBA.
Investigador independiente, Conicet.
IICS/Conicet-UCA.

Diego Villar
Doctor en ciencias antropológicas, UBA. Investigador independiente, Conicet. IICS/Conicet-UCA.
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