Políticas públicas para la agricultura familiar

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Políticas públicas para la agricultura familiar

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Los agricultores familiares han constituido históricamente una porción relevante de las unidades agrarias del país y contribuido a la producción de alimentos, aunque su identidad como tales haya cobrado visibilidad solo más recientemente.

Este artículo expone sucintamente las principales políticas públicas y algunos programas de desarrollo rural, aplicados o en aplicación en la Argentina, dirigidos específicamente a la agricultura familiar. No obstante, este cometido requiere, previamente, alguna precisión respecto del uso del término y del concepto mismo de agricultura familiar en el país. El término fue adoptado en 2006 por el Foro Nacional de la Agricultura Familiar (Fonaf), organización público-privada en la que participaban organizaciones de productores y la entonces Secretaría de Agricultura Ganadería y Pesca de la Nación, a instancias de una Reunión Especializada sobre la Agricultura Familiar del Mercosur. Hasta entonces, las políticas para el sector hacían referencia a pequeños productores, hogares agrarios rurales pobres, minifundistas o, según los casos y/o las situaciones, a campesinos, colonos, chacareros, farmers, productores familiares.

Como había ocurrido en el resto de los países de la región, particularmente en el Brasil, el Foro optó por una concepción amplia y heterogénea de los agricultores familiares, incluyendo desde unidades con producción solo para el autoconsumo, en la que la reproducción del grupo familiar depende del trabajo extrapredial –situación que en la práctica constituye un tipo de asalariado agropecuario– hasta pequeñas empresas con capacidad de acumular capital y contratar trabajo asalariado (aunque no más de tres trabajadores en forma permanente). Sin embargo, las limitaciones que presentaba esta definición para cuantificar la cantidad de agricultores familiares existentes en el país y sus tipos llevó a la creación del Registro Nacional de la Agricultura Familiar (Renaf, 2008), sobre el que se volverá más adelante.

Políticas públicas para la agricultura familiar

Por el momento, la única medición con que cuenta el Estado para orientar sus acciones proviene de un procesamiento del Censo Nacional Agropecuario 2002, realizado por el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA) a solicitud y bajo la orientación del Estado Nacional. El estudio contabilizó más de 250.000 explotaciones familiares, el 75% de las explotaciones agropecuarias del país, y las clasificó en cuatro estratos (ver ‘Agricultura familiar, concepto, polémicas y algunas cifras para la Argentina’, en este número). La importancia numérica del grupo no se condice con su disponibilidad de tierra, que no llega al 20% de la superficie agropecuaria, ni con su capacidad productiva, la que un cálculo optimista fija en menos de un tercio del valor bruto de la producción agropecuaria nacional. La inequitativa distribución de recursos no se agota en la distribución de la tierra, sino que se extiende a problemas de infraestructura productiva, de tecnología, de acceso al crédito, de comercialización, de comunicación y de debilidad organizativa. Razones todas que demandan políticas específicas para el sector y llevan a preguntarse si el Estado ha respondido a esas expectativas y de qué forma lo hizo.

Un recorrido histórico

A lo largo de los años, el Estado fue adoptando distintas políticas más o menos activas que, en algunos casos, facilitaron o, en otros, limitaron el desarrollo de la agricultura familiar. Una política activa que promovió el crecimiento del sector fue la de colonización mediante empresas o mediante las compañías ferroviarias, que favorecieron el asentamiento de la pequeña y mediana producción, y, posteriormente, del propio Estado. Se trata de acciones que abarcan desde la conformación del sector agropecuario a fines del siglo XIX hasta la década de los años 70 del siglo XX.

Si bien esta fue la situación típica de la región pampeana para promover la producción agrícola, en gran parte destinada al mercado externo, también se había implementado en las economías regionales, donde la pequeña producción hubo de expandirse ligada a la producción de bienes para el mercado interno. Mendoza y Río Negro con vid y frutales son buenos ejemplos de cómo obras de infraestructura acercaron a colonos, pero también Chaco, Misiones, Formosa, alrededor de cultivos como el algodón, la yerba mate o el tabaco. Las políticas más activas en este sentido fueron desarrolladas por el Consejo Agrario Nacional (creado en 1940 y anulado en 1980, aunque con diversas etapas más o menos intensivas en la entrega de tierras a lo largo de ese período) y por los institutos de colonización provinciales.

Sin embargo, no todo el asentamiento fue planificado; también el Estado obró por dejar hacer. Estudios del antropólogo Santiago Bilbao para la región chaqueña a principios de la década de 1970 indican que las migraciones estacionales dejaban siempre un saldo de trabajadores que no regresaban a su lugar de origen. Fue el caso de los hacheros que se trasladaban a obrajes del norte santiagueño y que, al finalizar el trabajo, se instalaban en pueblos del área forestal. Lo mismo sucedió con santiagueños y correntinos que concurrían a la cosecha de algodón. Este autor señala que no se prohibió, y hasta se alentó, la ocupación espontánea de tierras fiscales por parte de trabajadores que se convertían en pequeños productores, sin el apoyo y las condiciones que ofrecían los programas de colonización realizados por el Estado. Estas situaciones no han quedado relegadas al pasado más lejano; en Misiones se ha observado en décadas recientes el asentamiento de familias provenientes de antiguas colonias de la provincia o del sur del Brasil que, para insertarse en el complejo agroindustrial tabacalero, aprovecharon la disponibilidad de tierras fiscales en el nordeste de la provincia.

Otras políticas activas fueron desplegadas por el Estado para enfrentar los ciclos de sobreproducción que comenzaron a sucederse desde los años 60 y afectaron principalmente a cultivos industriales, como caña de azúcar, algodón y tabaco, y a otros con una localización más restringida, como yerba mate, vid, olivo, nogal. El Estado de bienestar, que generó leyes de protección al trabajo, salarios mínimos, expansión de los servicios sanitarios y educativos a los trabajadores, también cumplía funciones estabilizadoras o reguladoras para mantener el crecimiento y evitar que producciones menos competitivas o con mercados restringidos, como las de las regiones extrapampeanas, cayesen en recesiones.

En estos casos, el Estado intervino con distinto tipo de medidas, como la fijación de precios mínimos o sostén (algodón), la creación de cupos de producción (caña de azúcar) o la generación de un fondo especial para cubrir parte de los precios pagados al productor (tabaco). Hasta 1976 el Estado intervenía en las producciones regionales con acciones puntuales como resolver la compra de una cosecha o con una acción en toda la cadena productiva estableciendo la superficie que se podía sembrar, las modalidades de comercialización, los precios al productor y de venta al público, como sucedió, por ejemplo, con la caña de azúcar. Eran medidas sectoriales que no discriminaban entre los distintos tipos de destinatarios, porque el sector público agropecuario, al diseñar las políticas, partía del supuesto de la relativa homogeneidad entre los productores.

A partir de la década del 70 las producciones típicamente extrapampeanas comenzaron a compartir el espacio con producciones similares a las de la región pampeana que, en general, venían de la mano de capitales extrarregionales. Simultáneamente, las producciones regionales tradicionales incorporaban cambios técnicos que, por cuestiones de escala y condiciones ecológicas y jurídicas, solo eran accesibles para las medianas y grandes empresas. Los pequeños productores no estaban en condiciones de adoptar esas tecnologías y, en muchos casos, se vieron obligados a salir de la producción. Por otra parte, la introducción de tecnologías ahorradoras de trabajo en producciones pampeanas, pero también en actividades como la caña de azúcar, el algodón y otras materias primas agroindustriales, desarticularon el ciclo ocupacional anual de miles de asalariados agropecuarios que combinaban estas actividades e involucraban a pequeños productores que, en su doble condición de productores-asalariados, vieron afectado su ciclo ocupacional.

En ese momento fue cuando las políticas regulatorias comenzaron a hacerse insuficientes y el Estado ‘dejó hacer’ nuevamente. Aparecieron en escena, entonces, nuevos actores sociales como las organizaciones no gubernamentales que, con el apoyo de la Iglesia o de organizaciones privadas de cooperación internacional, se dirigieron al estrato más pobre y vulnerable de los agricultores familiares en el norte argentino, desplegando una metodología de trabajo que se replicaría años más tarde en los programas gubernamentales de desarrollo rural.

En 1976 se inicia un proceso que suprimió mecanismos de intervención del Estado en los sistemas productivos y que llegó a su culminación con un decreto de desregulación en octubre de 1991 que, con excepción del Fondo Especial del Tabaco (FET), terminó con todas las políticas reguladoras. Desaparecieron la Junta Nacional de Granos y la Junta Nacional de Carnes, creadas después de la crisis mundial de 1929 para intervenir en la comercialización, particularmente en el mercado exportador; se eliminaron las intervenciones en el complejo agroindustrial cañero; fue abolida la Comisión Reguladora de la Yerba Mate; fue liberada la comercialización de vinos y el Instituto de Vitivinicultura redujo sus funciones a la fiscalización de la genuinidad de los productos. Esto se realizó en el conocido marco de la reforma del Estado de esa época, sintetizado con la expresión ‘apertura/desregulación y privatizaciones’.

Estas medidas agudizaron la crisis social y aceleraron las migraciones internas hacia las ciudades que, lejos de ser virtuosas como en la etapa de sustitución de importaciones, se convirtieron en gravosas para el Estado. Atendiendo a ese proceso, la Secretaría de Agricultura de la Nación diseñó un conjunto de acciones que delinearon durante casi tres décadas y media una política diferenciada (dirigida a pequeños productores agropecuarios y en mucho menor medida a trabajadores y población rural pobre) de desarrollo rural. Sus objetivos explícitos apuntaron a mejorar la calidad de vida y aumentar los ingresos de los pequeños productores tendiendo una malla de contención frente a las políticas de apertura/desregulaciones ya mencionadas, y, complementariamente, a modernizar, reconvertir y diversificar las explotaciones. Algunas acciones adoptaron la forma de programas con estructuras administrativas ad hoc, pero otras se desarrollaron en la propia estructura organizativa de la Secretaría y el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA).

Hacia fines de los años 90, las principales acciones del INTA, ante la emergencia alimentaria contemporánea producida por los procesos hiperinflacionarios, se orientaron a apoyar al sector de productores minifundistas. También se crearon programas como Prohuerta (1990), destinado a promover la producción de autoconsumo, que aún continúa en asociación con el Ministerio de Desarrollo Social. El programa Cambio Rural (1993), en conjunto con la Secretaría de Agricultura, se destinó a productores medios. Las acciones promovidas por el INTA en conjunto sobre estas materias, desde fines de 2003, fueron agrupadas en un programa federal de apoyo al desarrollo rural sustentable.

Dentro de la estructura de la Secretaría de Agricultura de la Nación se ofrecieron (y ofrecen) apoyos a pequeños productores para la formulación y ejecución de proyectos con financiamiento nacional e internacional, para promover el establecimiento de plantaciones forestales y también para la conservación del ambiente. Un programa específico promueve la reconversión de áreas tabacaleras y otros dos apoyan el desarrollo de los productores ovinos y caprinos. Con fondos específicos de organismos de cooperación internacional, se han ejecutado programas de crédito y apoyo técnico para productores del noreste, el noroeste, Cuyo y también de Patagonia. Si bien no se describen aquí, los gobiernos provinciales han implementado programas similares, dirigidos a los mismos sujetos sociales, desde sus jurisdicciones.

Dos programas que merecen atención

En 1993, y como respuesta a la agudización de la crisis del sector agropecuario, se creó, además del programa Cambio Rural mencionado en la sección previa, el Programa Social Agropecuario (PSA), el único con recursos del Tesoro Nacional destinado a pequeños productores. Con su misma estructura, creada especialmente, a partir de 1998 se implementó el Programa de Desarrollo de Pequeños Productores Agropecuarios (Proinder), que contó con financiación del Banco Mundial.

El PSA mantuvo su vigencia durante veinte años y fue cerrado en diciembre de 2013 mientras que el Proinder funcionó entre 1998 y 2011. La decisión de destacarlos responde, en principio, a que fueron instrumentos directamente administrados por el Estado Nacional, tuvieron amplia cobertura geográfica, estuvieron presentes en 21 de las 23 jurisdicciones argentinas con producción agropecuaria y porque, en materia de intervención, ofrecían un amplio paquete de prestaciones que incluían financiamiento directo a familias de pequeños productores (en menor medida se incluían trabajadores agropecuarios). Esto no puede decirse del resto de las políticas o de los programas implementados. Sin embargo, más allá de estas razones que hacen a sus alcances y características, el énfasis en estos programas se fundamenta, sobre todo, en que son la base a partir de la cual se institucionaliza el desarrollo rural en el país.

Estos programas se caracterizaron por: (i) identificar la población objetivo mediante indicadores de pobreza (focalización); (ii) atender demandas o iniciativas que surgieran de la propia población, canalizándola en proyectos que podían ir desde la producción de autoconsumo de alimentos hasta el desarrollo de pequeñas obras de infraestructura para la producción; (iii) ofrecer financiamiento mediante subsidios para el desarrollo de esos proyectos, o crédito no bancario con tasas subsidiadas, junto con asistencia técnica y capacitación; (iv) promover la organización de pequeños grupos para acceder a las prestaciones; (v) descentralizar la gestión y promover la participación de la población en ella. Que los programas mantuvieran estas características durante toda su vigencia no significa que permanecieran inamovibles. Las posibilidades de cambio estuvieron vinculadas al marco social y económico del país.

Los cambios institucionales

Después de la crisis de 2001, se inició una etapa en la que el Estado volvió a estar presente con políticas sectoriales. En términos macroeconómicos, tras la pesificación asimétrica y la megadevaluación de 2002, con su impacto en el comercio exterior y el salario real, la reestructuración de la deuda externa y el alza de los precios internacionales de los productos agropecuarios exportables, se inició un incremento de la actividad económica y del empleo. Estos factores reforzaron las ventajas competitivas de las producciones tradicionales (particularmente de los granos), pero también crearon condiciones favorables para el crecimiento del mercado interno, lo cual generó mejores posibilidades de desarrollo para los agricultores familiares.

Una innovación importante en las políticas para la agricultura familiar se produjo en 2005 con la creación, en el INTA, del Centro de Investigación y Desarrollo Tecnológico para la Pequeña Agricultura Familiar (Cipaf), que cuenta actualmente con cinco Institutos, uno en cada gran región de la Argentina. Otro cambio se produjo en 2006, coincidiendo con la renovación de las coordinaciones nacionales del PSA y el Proinder, cuando se adoptó una nueva modalidad en la gestión de la asistencia técnica: los Proyectos de Desarrollo Socio Territorial. En ese enfoque, los pequeños grupos de productores abandonaron su aislamiento y se unieron a otros, con los que compartían el territorio, y pasaron a ser atendidos por un equipo técnico interdisciplinario, que promovió un abordaje integral de sus problemas. Otra característica del enfoque fue la relevancia que adquirieron las organizaciones de agricultores familiares en los territorios (ver ‘Organizaciones de la agricultura familiar’ en este número).

El crecimiento organizativo se hizo palpable con la creación, en 2006, del Fonaf mencionado al inicio de este trabajo. Este Foro, entre otras actividades, en un documento de políticas públicas para la agricultura familiar demandó la creación de un registro de agricultores (Renaf), el que se inició en 2007 bajo gestión conjunta del Estado y de las organizaciones de la agricultura familiar. Es voluntario y depende –entre otros factores– de la cobertura de dichas organizaciones. En marzo de 2014, tenía ingresados en su base de datos y contabilizados más de 90.000 núcleos de agricultura familiar. Como se señaló, esta categoría referida a hogares de agricultores familiares incluye desde campesinos hasta productores familiares con capital, por lo que su comparación con el subconjunto de las explotaciones agropecuarias relevadas censalmente, como son los establecimientos familiares citados antes, no puede realizarse; remiten a un universo que no puede ser conocido con la información disponible.

Políticas públicas para la agricultura familiar

El cambio institucional más importante se produjo en 2008 con la creación de la Subsecretaría de Agricultura Familiar y Desarrollo Rural (hoy, Secretaría de Agricultura Familiar) dentro del Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca de la Nación. Por primera vez el Estado argentino cuenta con una dependencia dentro de su estructura para atender a un grupo de productores en particular. Esta dependencia tiene una amplia cobertura geográfica porque convirtió las unidades técnico-administrativas del PSA en sus delegaciones. No existen formalmente, ahora, las limitaciones de los programas para atacar en forma diferenciada e integral problemas de fondo como son los de tierra, agua e infraestructura, o para introducir instrumentos que se proponen universales, como el Monotributo Social Agropecuario que permite a los agricultores familiares acceder a prestaciones sociales (jubilación, obra social).

En forma casi simultánea se crearon en 2009 una unidad para gerenciar los proyectos con financiamiento internacional, que siguen existiendo, y un proyecto destinado a pequeños y medianos productores que, con recursos del Tesoro Nacional, ensayó una modalidad de intervención que incluye una gama más amplia de agricultores familiares que los hasta entonces atendidos por los programas, a la vez que financió directamente a organizaciones de agricultores familiares con la intervención de municipios y provincias. Sin embargo, algunos autores señalan que la jerarquización y las acciones encaradas por el Estado para los agricultores familiares se adicionan sin modificar las bases del modelo agrario preexistente, con lo que el fortalecimiento institucional de la agricultura familiar corre paralelo a su debilitamiento estructural (es decir, relativo a la concentración económica, sobre todo de medianas, grandes y megaempresas agropecuarias y agroindustriales). A ello contribuyen los cambios tecnológicos y la introducción de capitales extrasectoriales que dificultan la capacidad de reproducción de los pequeños productores.

Palabras finales

A manera de síntesis puede decirse que los programas de desarrollo rural fueron parte de una política que, con instrumentos e inversión muy limitados (menos de 400 millones de pesos totales entre 2000 y 2011), lograron alcanzar a una parte significativa del estrato más vulnerable de los agricultores familiares (casi 50.000 familias), permitieron hacer visible a este grupo social, contribuyeron a su organización y los pusieron en escena para reclamar por sus derechos. De ahora en más queda planteada para las nuevas instituciones la necesidad de desarrollar una política que potencie la capacidad de producir y colocar su producción, en el marco de una política sectorial que los incluya, remueva los problemas de tierra, agua, arraigo, y asegure los derechos de los agricultores familiares para su efectivo desarrollo.

Lecturas Sugeridas

APARICIO S, 1985, Evidencia e interrogantes acerca de las transformaciones sociales en las regiones extrapampeanas, Centro de Estudios y Promoción Agraria (CEPA), Buenos Aires.

CRAVIOTTI C, 2013, ‘La agricultura familiar en Argentina: ¿fortalecimiento institucional y debilitamiento estructural?’, XXIX Congreso de la Asociación Latinoamericana de Sociología, Santiago de Chile, 1-4 de octubre.

FONAF, 2006, ‘Lineamientos generales de políticas públicas orientadas a la elaboración de un plan estratégico para la agricultura familiar. Propuesta preliminar’, documento preparado por la comisión de trabajo designada por las organizaciones representativas del sector y las autoridades de la SAGPYA, mimeo, Buenos Aires.

MANZANAL M, NEIMAN G y LATUADA M, 2006, El desarrollo rural en su perspectiva institucional y territorial, Ciccus, Buenos Aires.

OBSCHATKO E, 2009, ‘Las explotaciones agropecuarias familiares de la República Argentina’, IICA-PROINDER. Buenos Aires. www.proinder.gov.ar/publicaciones

PROINDER, 1999 y 2002, ‘Los programas de desarrollo rural en el ámbito de la SAGPYA’, Serie Estudios e Investigaciones, Nº 1. www.proinder.gov.ar/publicaciones

Susana Soverna

Susana Soverna

Licenciada en sociología, UBA.
Especialista en sociología agraria y desarrollo rural, Secretaría de Agricultura Familiar, MAGYP.
ssoverna@yahoo.com.ar
Pedro Tsakoumagkos

Pedro Tsakoumagkos

MSc en ciencias sociales, Flacso.
Profesor titular, FFYL, UBA.
Profesor asociado, Universidad Nacional de Luján.
pedrodamiants@gmail.com